Con ansia y amargura, he intentado cosechar los frutos del cielo y no he podido. Se elevaban hacia no sé qué otro cielo cuando les tendía mis manos golosas de su abundancia.
Las ramas de las bóvedas se comban sobre las esperanzas de nuestras plegarias; cuando éstas callan, aquéllas pierden sus frutos.
Tampoco brotan flores en el cielo ni las vides dan fruto. Dios, como no tiene nada que guardar en su casa, de aburrimiento y enojo, deja yermos los jardines del hombre.
No, no; no es la visión de los astros lo que me deslumbrará. Bastante luz he perdido mendigando a las alturas. Harto de toda laya de cielos, he dejado mi alma a merced de los ornamentos del mundo.
A mis semejantes ya los conozco. A menudo he leído en sus ojos ausentes y vacíos el sinsentido de mi destino o he reposado de mis rebeldías durante las pausas de sus miradas. Pero su angustia no me es ajena. Ellos quieren, quieren, incesantemente. Y cómo no había nada que querer, mis pies pisaban sus huellas como si fueran espinas, mi sendero serpenteaba por el lodo de sus anhelos y blanqueaba con una inútil aureola su búsqueda vana.
Ellos no saben que el paraíso y el infierno son floraciones de un instante, del instante mismo, que no hay nada más allá de la fuerza de un éxtasis inútil. En su camino de mortales, no he encontrado la parada eterna sobre la bóveda de los instantes.
Emil CIORAN, Breviario de los vencidos, Tusquets, Barcelona, 1998.