¿Desdeña el solitario a aquellos de quienes se separa?¿Busca aquí sólo su propia explicación, su paz propia, el retorcido placer del que no arriesga nada y nada pierde?
Exactamente para lo contrario ha subido hasta aquí. Para olvidarse de la parte de sí mismo que lo distrajo a menudo entre los otros. No volverá a mezclarse. Antes procuraba el querido aislamiento; ahora, con los ojos de par en par y el paso firme, avanza por una ancha avenida vacía. ¿Por generosidad, por solidaridad? No, no sólo por eso. El solitario cree cumplir su destino de este modo: con los alegres, con los tristes, con la queja de los decepcionados. Pero desde aquí ya, desde sí mismo ya. Sin aguardar la compensación —tan frágil— de las manos extrañas, de los aplausos, del agradecimiento. Porque no lo merece. Nadie merece nada por cumplir su destino.
La noche cae. Y la temperatura. Desde el jardín asciende una perfumada humedad. El solitario se estremece. Es luna nueva. El cielo, duro y brillante, nada dice. Las librerías recargadas nada dicen. El corazón nada dice tampoco. No está apenado, ni dichoso, el solitario... Por no sabe qué resquicios, el exterior se introduce, y le llega suavizado y preciso. Él lo recibe como a cada uno de sus invitados al jardín: le habla, o mejor, lo oye hablar, le sonríe y lo despide... Y así llegará, día a día, la hora de la cena. El solitario piensa que quizá otros, pordentro o por fuera — ¿quién sabe—, estuvieron mejor acompañados. Hasta San Juan de la Cruz tuvo “La música callada / la soledad sonora / la cena que recrea y enamora”. El solitario, cuando den las diez, bajará a cenar sólo.
Antonio GALA, La soledad sonora, Planeta, Barcelona, 1991.