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Una obra semejante debería dejar una sensación profundamente pesimista en el espectador, y, sin embargo, sucede todo lo contrario. Pese al fatalismo que preside la vida de esas gentes, hay entre los policías, los camellos vendedores de drogas, los ladrones, los matones, los periodistas, los profesores, gentes tan entrañables como el detective borrachín y parrandero Jimmy McNulty, o el policía convertido en maestro de escuela Roland Prez Pryzbylewski, el tierno adicto y confidente Bubbles, o los estibadores que ven, impotentes pero risueños, la desaparición de los astilleros que les han dado de comer y ahora los dejarán en el paro y el hambre. Gracias a ellos, uno sale reconciliado con la fauna humana, esa sensación de que, a pesar de que todo anda mal, la vida vale la pena de ser vivida aunque sólo sea por aquellos momentos de alegría que se viven disfrutando un trago en el bar de la esquina con los compañeros, o recordando aquella noche de amor, o la emboscada que tuvo éxito y -¡por una vez!- mandó al asesino entre rejas.
El País, domingo 23 de octubre de 2011.
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