Sin volverme hacia él, dije al portero:
-¿Hace mucho tiempo que está usted aquí?
Inmediatamente, como si hubiese estado esperando mi pregunta, respondió:
-Cinco años.
Charló mucho en seguida. Se habría que dado muy asombrado si alguien le hubiera dicho que acabaría de portero en el asilo de Marengo. Tenía sesenta y cuatro años y era parisiense. Le interrumpí en ese momento:
-¡Ah! ¿Usted no es de aquí?
Luego recordé que antes de llevarme a ver al director me había hablado de mamá. Me había dicho que era necesario enterrarla cuanto antes porque en la llanura hacía calor, sobre todo en esta región. Entonces me había informado que había vivido en París y que le costaba mucho olvidarlo. En París se retiene al muerto tres, a veces cuatro días. Aquí no hay tiempo; todavía no se ha hecho uno a la idea cuando hay que salir corriendo detrás del coche fúnebre. Su mujer le había dicho:
-Cállate, no son cosas para contarle al señor.
El viejo había enrojecido y había pedido disculpas. Yo intervine para decir:
-Pero no, pero no...
Me pareció que lo que contaba era apropiado e interesante.
En el pequeño depósito me informó que había ingresado en el asilo como indigente. Como se sentía válido, se había ofrecido para el puesto de portero. Le hice notar que en resumidas cuentas era pensionista. Me dijo que no. Ya me había llamado la atención la manera que tenía de decir: ellos, los otros y, más raramente, los viejos, al hablar de los pensionistas, algunos de los cuales no tenían más edad que él. Pero, naturalmente, no era la misma cosa. El era portero y, en cierta medida, tenía derechos sobre ellos.
Albert CAMUS, El extranjero, Alianza, Madrid, 2000.