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Como tantas veces había hecho en sus años de instituto, cuando pasaba por delante de la casa de Martínez Palacios, trató de observar el jardín a través del muro de setos, ahora marchitos, aunque sabía que allí no vivía ya nadie, que habían vendido la propiedad a una inmobiliaria, que indudablemente la convertiría en pisos marrones que esconderían también cientos de historias de deseos insatisfechos, y que Lourdes, a la que tantas veces había espiado tomando el sol en verano, tendida en el césped, se había casado con aquel abogado de la capital y vivía ahora en otra casa con muro de setos.