Hildegarda, su esposa, era incapaz de decir la frase más sencilla en latín, y tampoco hacía el menor esfuerzo por resolver acertijos sobre las estrellas que su hija, Berta, sabía adivinar al instante. Alcuino escuchaba en silencio quejas de Carlos sobre la indolencia de Hildegarda.
—Es una mujer buena y sencilla —se limitó a responder el celta—. Y éstos son los escogidos de Dios.
Tales palabras recordaron a Carlomagno algo que le había hecho reflexionar, aun sin entenderlo. Algo que había dicho Pablo: “Pues Dios ha escogido las cosas simples del mundo”.
Después de dar a luz a una niña a principios de las Navidades del año 783, Hildegarda quedó postrada en cama. Cuando el rey ya había partido a la reunión del Campo de Mayo, Alcuino le mandó una carta con un discípulo que corrió a llevársela más deprisa que un missus. La carta empezaba hablando de lo verdes que estaban los pastos y de lo bien que iba la labranza, y en ella informaba al monarca de que su dulce reina había muerto.
Harold LAMB, Carlomagno, Edhasa, Barcelona, 2002.