Don Marcelino acaba de salir de unas elecciones en que los partidarios han luchado en tremenda batalla. La fuerza muscular ha tenido también su voto; se han blandido puñales, se han menudeado los garrotazos, la campanilla del presidente ha resonado entre el ruido de voces estentóreas y de pulmones de bronce. Don Mareelino pertenece al partido derrotado y ha tenido que salvarse a escape. Lo que es valor, ya se ve, no le faltaba; pero ha sido preciso no olvidar las consideraciones de prudencia y decoro.
La desagradable impresión no se le borrará en algunos días, y es notable que ella basta para echar a perder sus ideas liberales. "Desengáñense ustedes, señores -dice con el tono de la más profunda convicción-: esto es una farsa, un absurdo; nos hemos empeñado en una barbaridad; no hay más remedio que un brazo fuerte; el absolutismo tiene sus inconvenientes, pero del mal el menos. El gobierno representativo, el gobierno de la razón ilustrada y de la voluntad libre es muy hermoso en las páginas de las obras de derecho constitucional y en los artículos de periódicos, pero en la realidad no medran más que la intriga, la inmoralidad y, sobre todo, la impudencia, y la audacia. Yo ya estoy desengañado y he palpado bien aquello de: Otros vendrán que me abonarán".
A consecuencia de los disturbios, la autoridad militar toma una actitud imponente, declara el estado de sitio, la Constitución se suspende, los revoltosos se amedrentan y la ciudad recobra su calma. Don Marcelino, puede entregarse sin recelo a sus paseos ordinarios; reina la mayor seguridad de día como de noche, y así el cuitado elector va olvidando la escena de los campanillazos, gritos, garrotes y puñales.
Ocúrresele entretanto hacer un viaje y necesita su pasaporte. A la entrada de la casa de la policía hay numerosa guardia de tropa; Don Marcelino se va a entrar por la primera puerta que se le ofrece, y el granadero le dice: "Atrás". Encamínase a la otra, y el centinela le grita en alta y destemplada voz: "Paisano, la capa". Quítase el embozo, prosigue algo mohíno, y los esbirros que se resienten de la rigidez gubernativa le dicen en ademán descortés: "No vaya usted tan aprisa, aguarde usted su turno". Llegado a la mesa, el oficial le dirige mil preguntas investigadoras, le mira de pies a cabeza, como si sospechase que el pobre Don Marcelino es uno de los jefes del motín del otro día. Al fin le entrega el pasaporte con ademán desdeñoso, baja la cabeza y no se digna devolver el saludo que el viajero le dirige con afabilidad y cortesía.
El paciente se marcha muy disgustado, pero no piensa que aquella escena haya debido modificar sus opiniones políticas. Reúnese con sus amigos; la conversación gira sobre las últimas ocurrencias, y se eleva poco a poco hasta la región de las teorías de gobierno. Don Marcelino ya no será el absolutista del otro día.
-¡Qué -escándalo -dice uno de los circunstantes-; yo no puedo recordarlo sin detestar esas trampas!
-Ciertamente -responde Don Marcelino-, pero en todo hay inconvenientes; mire usted: el absolutismo proporciona quietud; pero, ¿qué sé yo?, también tiene sus cosas. A los hombres no conviene gobernarles con palo, y al fin es necesario no olvidar la dignidad propia.
-¿Pero la olvidan, por ventura, los que viven bajo un gobierno absoluto?
-Yo no digo eso, pero sí que es preciso no precipitarse en condenar las formas representativas, porque no puede negarse que las absolutas tienen cierta rigidez de que se resienten hasta las últimas ruedas del gobierno.
El lector conocerá que Don Marcelino, sin advertirlo siquiera, piensa en la escena del pasaporte; el rudo "atrás" del granadero; el grito del centinela: "Paisano, la capa"; la descortesía de los esbirros y del oficial han bastado para introducir en sus ideas políticas una reforma de alguna consideración.
Desgraciadamente, el oficial de la policía había llevado muy lejos sus sospechas. Librado el pasaporte, no pudo menos de indicar a su principal que se le había presentado un sujeto, de quien recelaba, según las señas, no fuese uno de los que buscaba la autoridad. Sin saber cómo, en el acto de subir Don Marcelino a la diligencia es detenido, conducido a la cárcel y allí se le fuerza a pasar algunos días, sin que basten a libertarle las vehementes presunciones que en su favor ofrecen un traje muy decente y cómodo, un cuerpo bien nutrido y un semblante pacato. No se necesitaba más para que acabasen de desplomarse con estrépito sus convicciones absolutistas, ya algo desmoronadas con el negocio del pasaporte. Lo brusco de la captura, lo incómodo de la cárcel, lo pesado y quisquilloso y ofensivo de los interrogatorios bastan y sobran para que salga Don Marcelino de la prisión con su liberalismo rejuvenecido, con su afición a la tabla de derechos, con su odio a la arbitrariedad, con su aversión al gobierno militar, con su vehemente deseo de que la seguridad personal y demás garantías constitucionales sean una verdad. Su fe política es en la actualidad muy viva; en cuanto a firmeza, aguardad que vengan otras elecciones o que un día de ruido le asusten las carreras y los gritos de la calle. Será difícil que las nuevas convicciones resistan a tan dura prueba.
Jaime BALMES, El criterio, Esplandián Editores, Madrid, 1998.