La patrona nos quería mucho. Siempre nos defendía contra su marido que, por decirlo así, no pintaba nada en casa. Ella le atacaba como una víbora.
Me acuerdo de una de las disputas que tenían frecuentemente. Algunos días antes había pedido a mi patrona, cortésmente, que me sirviera el café por la mañana un poco menos caliente, para tener tiempo de bebérmelo antes de marcharme. La mañana de la discusión le hice observar que era ya la media y que yo no tenía servido mi café. Contestó que no era tan tarde. Entonces intervino el marido:
-Petronella -dijo-, son menos veinticinco.
Ante esta observación emitida por alguien que no tenía derecho a hablar, la mujer explotó. Llegó la noche y Petronella aún no se había calmado. Al contrario, la crisis llegó a los límites del paroxismo. El marido quiso salir y, como de costumbre, nos pidió a uno de nosotros que le acompañáramos, porque tenía miedo de las ratas y había que alumbrarle. Cuando se marchó, Petronella echó los cerrojos. Gustav y yo nos dijimos: Esta va a ser buena.
No pasó mucho rato y el marido vino a darse de narices con la puerta cerrada. Pidió a su mujer con gran finura que le abriera. Ella no le respondió más que con canturreos. Él lo pidió enérgicamente, y con el mismo éxito. De las amenazas pasó a la humilde súplica, acabó por dirigirse a mí: yo sólo pude aducir la prohibición que su encantadora esposa me había hecho de obedecerle. El resultado fue que pasó la noche fuera, no pudiendo entrar hasta por la mañana, a la hora del lechero, todo él lamentable y domado.
¡Qué desprecio sentimos Gustav y yo por aquel hombre! Petronella tenía treinta y tres años. El era barbudo y sin edad. Pertenecía a la pequeña nobleza y trabajaba en el ayuntamiento.
Las conversaciones privadas de Hitler, Crítica, Barcelona, 2004.