En las guerras se solía gritar antes de entrar en combate. En la Biblia se dice que “todo el pueblo gritó tan fuerte que hasta la tierra tembló”. Los filisteos se preguntaban: “¿Por qué hacen tanto escándalo esos israelitas?” Los gritos de los hoplitas griegos eran, cómo no, rítmicos. Los galos eran unos gritones; los legionarios romanos, cada vez que tenían que enfrentarse a ellos, estaban aterrados, se les caía el alma al suelo cuando veían aparecer a los celtas desnudos, empuñando largas espadas y dando gritos, hasta que César logró convencer a sus tropas de que no era para tanto.
Antes de entrar en combate, los clanes escoceses lanzaban su sluagh ghairm, su eslogan, su grito de batalla. Poco a poco, primero en Inglaterra, luego en el resto del mundo, los partidos políticos comenzaron a utilizar eslóganes.
Los gritos de batalla han sido algo habitual. “Santiago y cierra, España”, se gritó en las Navas de Tolosa. “¡Aur!, ¡aur!, ¡desperta ferro!”, gritaban los almogávares. “¡Oh mis soldados! ¡Oh mis leones de España!”, gritó Carlos de Austria en Túnez. Los tercios españoles, evidentemente, eran los que más vociferaban. Gritaba el sargento: “¡Santiago! ¡Santiago! ¡Santiago!” Respondían los soldados: “¡Cierra! ¡Cierra! ¡Cierra, España!” Los quinientos soldados de Cortés gritaban más fuerte que los cien mil aztecas de Cuauhtémoc: “¡Me vais a soñar, hijos de puta, me vais a soñar!” Siglos después, los mexicanos aprendieron a gritar, gritaron en Dolores: “¡Mueran los malos gobernantes! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!” Los alaridos de los apaches aterraban a sus enemigos: gritaban cuando combatían, gritaban cuando se retiraban, no paraban de gritar mientras torturaban a los prisioneros. Los zulúes cantaban y gritaban antes y durante el combate, y seguían cantando y gritando cuando el enemigo ya estaba derrotado. Los maoríes, antes de la batalla, bailaban el haka y gritaban, hasta que a los pérfidos soldados británicos les dio por dispararles mientras danzaban.
Los soldados más gritones de todos fueron los sudistas. El rebel yell hacía flaquear a las tropas federales. Cuando las filas de desharrapados soldados sudistas se acercaban a las líneas federales y lanzaban su grito de batalla, los nordistas perdían los nervios, no atinaban a cargar sus fusiles, se les caían las baquetas, huían aterrados. Poco a poco, los nordistas aprendieron a resistir el rebel yell. En Gettysburg, cuando las tropas del coronel Chamberlain se quedaron sin balas y tuvieron que cargar, improvisaron un alarido atroz que consiguió aterrorizar a los rebeldes: los doscientos soldados del regimiento de Maine pusieron en fuga a un millar de sudistas. Unos meses después, en Chattanooga, el grito nordista estaba tan perfeccionado que miles de soldados sudistas abandonaron el campo de batalla sin luchar cuando lo escucharon. Después de eso, Lee tuvo que esconder a sus soldados en trincheras.
La guerra de secesión fue una de las últimas guerras de gritones. Poco a poco, los Estados Mayores se dieron cuenta de que lo importante era la sorpresa, el silencio. Aunque no siempre. En la guerra civil, un capitán nacional no paraba de gritar: “¡A por ellos ¡ Y al que le den que se joda!” De esa manera tan atrabiliaria nació ese grito que ahora se repite en los estadios sudafricanos, polacos y ucranianos, en las plazas de toda España.
Fueron los bolcheviques los primeros que en tiempos modernos utilizaron el grito como instrumento político: gritaban en las calles, gritaban en los consejos de obreros y soldados, gritaban cuando acometían a las tropas blancas. En la segunda guerra mundial, los soviéticos continuaron lanzando sus hurras antes de entrar en combate, lo que solía alertar a los alemanes: casi diez millones de soldados soviéticos murieron en esas cargas inútiles.
Ramón ROMERO, Gerionocracia.
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