Allí, a la sombra del frondoso chinar nos agasajaron con un banquete. Había cerezas, albaricoques y manzanas. Grandes fuentes de carnes humeantes. Montones de tortas de harina de trigo. Sopas, platos nacionales, ensaladas. Montañas de comida de todas clases. Cajas de vodka. El director del koljós se resistía a beber aduciendo que los musulmanes lo tienen prohibido. No obstante, al final se tomo una copa. Luego se levantó, se quitó la ropa y se metió en el arroyo que fluía a escasos metros de nuestra mesa.
El banquete continuó sin el director. Se reunieron muchos tayikos. Uno de ellos se puso a contar algo que los otros escuchaban con estallidos de risa. Pregunté de qué hablaban. Entonces el maestro me tradujo la historia del joven tayiko que regresó de la guerra al koljós Komintern. El joven tayiko que regresó de la guerra había olvidado su lengua. Se dirigió a todos en ruso. Poca gente de la aldea sabía ruso. Todo el mundo hablaba en tayiko. Habla en tayiko, le dijo su padre, pero el joven hacía ver que no entendía lo que el padre quería de él. A la casa del padre comenzó a llegar gente; todos querían ver cómo era el tayiko que había olvidado su lengua. Primero vinieron los vecinos, y tras ellos el pueblo entero. Se había congregado una multitud que no apartaba la vista del joven tayiko que regresó de la guerra. Alguien se écho a reír, y tras él rieron los demás. Se reía todo el pueblo, todo el pueblo retumbaba de risa, la gente se desternillaba, se revolcaba por el suelo. Al final, el joven tayiko, que ya no pudo soportarlo más, salió de la casa y gritó a la gente: ¡Basta! Lo gritó en tayiko y también él se echó a reír. Aquel día el joven tayiko se acordó de su lengua, en el pueblo mataron un carnero y todo el mundo lo celebró con un banquete que duró hasta la noche.
Ryszard KAPUSCINSKI, El Imperio, Anagrama, Barcelona, 1994.
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