Cuando, por primera vez, me vino la idea de dar marcha atrás, me hallaba en el cuarto escalón. Entonces me dije: ¿Y si volviera a bajar? Pero arrojé esté pensamiento de mi espíritu. Seguí mi escalada. En el octavo peldaño, las ganas de bajar volvieron a asaltarme, con mayor violencia esta vez, pero las reprimí nuevamente pensando lo que mis soldados dirían de mí. Al llegar al décimo, levanté los ojos y vi la refriega en lo alto de las murallas. Era horrible. Volví la cabeza. Mis hombres subían detrás de mí. Para poder bajar hubieran tenido que abrirme paso. Seguí trepando. En el undécimo escalón sentí un olor a carne quemada justo bajo mi nariz. La nuca del hombre que me precedía echaba humo. En el duodécimo, me dije que, en medio de esta confusión, nadie notaría mi defección. Basculé detrás de la escala, me cogí con fuerza a un escalón y quedé suspendido por las manos. Con una mano me agarré al undécimo, y con la otra al décimo. Empecé a bajar. En el noveno, un soldado que subía me aplastó los dedos. En el octavo me los trituraron con mayor crueldad todavía. Entonces solté presa y me dejé caer sobre el hervidero de hombres que se agolpaban al pie del muro. Creí que nadie me había visto, pero me equivoqué. Habían seguido cada uno de mis pasos. Nada se les había escapado. Más tarde habrían de recordármelo todo, hasta el más ínfimo detalle... A decir verdad, la idea de regresar me vino desde el segundo escalón y, para ser más preciso, tomé la decisión de bajar cuando estaba en el séptimo, pero no encontraba la manera de hacerlo. En el undécimo había pensado hacerme el muerto y dejarme caer hacia abajo, pero tuve miedo porque estaba muy arriba. Fue en aquel momento cuando sentí el olor a carne quemada...
Ismaïl KADARÉ, Los tambores de la lluvia, Ediciones Destino, Barcelona, 1974.