Fue, seguramente, una de las noches más espantosas que he pasado yo en un restaurante. Era uno de esos lugares rimbombantes que atraen a clientes que los visitan una sola vez, ansiosos por admirar los famosos baños y demás. La comida era demasiado cara, pero eso no es raro en Londres. Lo notable era la variedad de técnicas escasamente legítimas que utilizaban para aspirar el dinero de nuestros bolsillos. Mi esposa pidió una ensalada: el camarero trajo cuatro. Botellas de vino eran descorchadas y colocadas delante de personas que no estaban bebiendo.
¿Qué estaba pasando? Era otro juego de dividir la cuenta. Estábamos allí una docena de personas, que, en su mayoría, no podían comunicarse a causa del ruido. Se suponía que se trataba de una elegante velada, así que nadie quería arruinar la ocasión. Ya habías visto las cuatro ensaladas y calculado lo que iban a costarte: a ti, personalmente, más o menos, una libra esterlina. Tal vez dieras por sentado que otro las había pedido. Lo mismo sucedía con la botella de vino abierta, pero intacta. Era algo continuo, pero no me compensaba en absoluto perder el tiempo —el mío o el de cualquier otro— en levantarme y decirles a los camareros que nos negábamos a seguir tolerándolo. Al final, dejé un gigantesco fajo de dinero para cubrir mi parte de la cuenta y me fui antes de que trajeran los postres. Todavía no estoy seguro de haber dejado lo suficiente.
Tim HARFORD, La lógica oculta de la vida, Temas de Hoy, Barcelona, 2008.