Existe una variante específicamente prusiana del puritanismo, que fue una de las doctrinas más influyentes en la sociedad alemana antes de 1933 y aún hoy desempeña cierto papel bajo la superficie. Está relacionada con el puritanismo clásico inglés, pero presenta algunos rasgos distintivos. Su profeta es Kant, no Calvino; su gran ejemplo, Federico, no Cromwell. Al igual que el inglés, el puritanismo prusiano exige austeridad, dignidad, abstinencia frente a los placeres de la vida, cumplimiento del deber, lealtad y honradez hasta la abnegación así como un rechazo del mundo rayano en la pesadumbre. Al igual que el puritano inglés, el prusiano tiene por principio no darles mucha paga a sus hijos y frunce el ceño ante los experimentos juveniles de éstos con el amor. Sin embargo, el puritanismo prusiano está secularizado. No sirve a Jehová ni se sacrifica por él, sino por el rey de Prusia. Sus distinciones y recompensas terrenales no consisten en obtener riquezas personales, sino en ocupar cargos de honor. Y lo que tal vez sea más importante: el puritanismo prusiano tiene una puerta trasera que conduce a la libertad y al descontrol, en la que está inscrita la palabra «Privado».
Es sabido que Federico el Grande, asceta sombrío y figura emblemática del puritanismo prusiano, en privado tocaba la flauta, componía versos y era un librepensador amigo de Voltaire. A lo largo de dos siglos casi todos sus discípulos, esos altos burócratas y oficiales prusianos de rostros fruncidos con severidad, venían comportándose de forma similar en su esfera más íntima. Al puritanismo prusiano le encanta la expresión «manos frías, corazón caliente». El puritano de Prusia es el inventor de esa extraña definición del carácter alemán basada en la siguiente división: «Como hombre le digo que..., pero como funcionario le digo que...». Hasta el día de hoy éste ha sido el fundamento de una situación que muchos extranjeros jamás llegan a comprender del todo y que consiste en que el conjunto de Prusia -y los Estados afines- parece ser y actuar siempre como una máquina voraz, cruel e inhumana, mientras qué, si le observa con más detenimiento, al visitar el país y tratar con prusianos y alemanes «en privado», la impresión que causan es a menudo verdaderamente agradable, humana, inocente y amable. Alemania lleva una doble vida como nación porque casi todos los alemanes lo hacen.
«En privado» mi padre era un apasionado conocedor y amante de la literatura. Tenía una biblioteca compuesta por unos diez mil volúmenes que fue ampliando hasta su muerte y que no sólo poseía, sino que también había leído. Los grandes nombres del siglo XIX europeo -Dickens y Thackeray, Balzac y Hugo, Turguéniev y Tólstoi, Raabe y Keller (por mencionar sólo a sus favoritos)- no eran para él meros nombres, sino conocidos íntimos con quienes había mantenido largos y apasionados debates mudos. Nunca mostraba mayor viveza en la conversación que cuando encontraba a alguien con quien reanudar estos debates en voz alta.
Ahora bien, la literatura es una extraña afición. Uno puede ser coleccionista de flores y cultivarlas «en privado» y de forma impune, tal vez incluso ser un experto en arte y en música, pero el trato diario con el intelecto vivo nunca se limita a lo «privado». Es fácil imaginar cómo un hombre que durante años ha recorrido todos los abismos y cumbres de la literatura y el pensamiento europeos «en privado», un día se vuelve sencillamente incapaz de ser un funcionario prusiano estrecho de miras, severo, meticuloso y fiel cumplidor de sus obligaciones. No así mi padre. Él continuó siéndolo.
Sebastian HAFFNER, Historia de un alemán, Destino, Barcelona, 2001.