Óscar era un introvertido que temblaba de miedo durante la clase de gimnasia y miraba programas de televisión británicos bastante nerdosos como Dr. Who y Blake 7; podía explicar la diferencia entre un combatiente de Veritech y un caminante de Zentraedi, y utilizaba palabrejas como infatigable y ubicuo al hablar con los tipos del barrio que apenas lograrían graduarse de la secundaria. Era uno de esos nerds que usaban la biblioteca como escondite, que adoraban a Tolkien y, más adelante, las novelas de Margaret Weis y de Tracy Hickman (su personaje preferido era, por supuesto, Raistlin), y, durante la década de los ochenta, desarrolló una obsesión con el Fin del Mundo (no existía una película o libro o juego apocalíptico que no hubiera visto o leído o jugado: Wyndham y Christopher y Gamma World eran sus grandes favoritos). ¿Se hacen una idea? Su nerdería adolescente evaporaba la menor oportunidad de un romance. Todos los demás experimentaban el terror y la dicha de sus primeros enamoramientos, sus primeros encuentros, sus primeros besos, mientras que Oscar se sentaba en el fondo del aula, detrás de la pantalla en la que coordinaba los juegos de Dragones y Mazmorras y veía su adolescencia pasar. Del carajo eso de quedarse fuera en la adolescencia, como atrapado en un closet en Venus cuando el sol aparece por primera vez en cien años. De haber sido él como los nerds con quienes yo me crié, a los que no les importaban las hembras, la cosa hubiera sido distinta, pero él seguía siendo el enamorao que se apasionaba con vehemencia. Tenía amores secretos por todo el pueblo, la clase de muchachotas de cabellos rizados que no le hubieran dicho ni pío a un loser como él, pero él no podía dejar de soñar con ellas. Su capacidad para el cariño —esa masa gravitacional de amor, de miedo, de anhelo, de deseo y de lujuria que dirigía a todas y cada una de las muchachas del barrio sin importarle mucho su belleza, edad, o disponibilidad— le partía el corazón todos los días. Y a pesar de que lo consideraba de una fuerza enorme, en realidad era más fantasmal que otra cosa porque ninguna jevita jamás se dio por enterada. De vez en cuando se estremecían o cruzaban los brazos cuando les pasaba cerca, pero eso era todo. Lloraba a menudo por el amor que sentía por una muchacha u otra. Lloraba en el baño, donde nadie podía oírlo.
Junot DÍAZ, La maravillosa vida breve de Óscar Wao, Mondadori, Barcelona, 2008.