Les había dicho Patricio que no había que comer carne los días de cuaresma. Él mismo ayunaba, como lo había hecho Nuestro Señor cuando estaba en el desierto, luchando contra las tentaciones del demonio. Los monjes que le habían acompañado desde Caledonia no comían nada; sólo una vez al día bebían un poco de agua. Patricio les dijo a los erígenas que ellos tendrían que abstenerse sólo de comer carne. “¿Qué vamos a comer entonces?”, le preguntaron. “Cualquier alimento sacado del agua”, respondió Patricio.
Un día, paseando cerca del mar, vio como desde una barca se lanzaban unos corderos al agua. Sorprendido, fue a la aldea de la que procedían aquellas barcas y le preguntó al gobernador: “¿Qué hacen aquellos hombres, allí, en el mar?”. El gobernador no respondió inmediatamente, sino que sacó un pastel de carne y se lo ofreció a Patricio. “Estos alimentos proceden del mar”, dijo. “Hemos obedecido la voluntad del Señor”, añadió, "sólo comemos alimentos sacados del agua". El monje se sorprendió de la simplicidad de aquellos hombres. Los erígenas eran pastores y no estaban acostumbrados a conseguir, como los britanos, alimentos del mar, por lo que, durante la cuaresma, sólo comían tortas de cereal y algunos frutos silvestres. Patricio se alejó de aquella aldea sin lanzar ningún reproche, con el alma tranquila.
Jacobo de la VORÁGINE, Leyenda dorada, Alianza, Madrid, 2005.