A Eufrasio, uno de los siete varones apostólicos que evangelizaron España, le fue asignada la diócesis de Iliturgi, junto a Mengíbar, no lejos de Jaén. Tenía este santo varón a tres diablillos prisioneros en una garrafa, y una noche, espiando lo que hablaban entre ellos, supo que Lucifer estaba a punto de hacer pecar al Papa. El astuto prelado no dudó un momento en proponer a sus prisioneros un desafío: a ver cuál de vosotros es capaz de llevarme a Roma en menos tiempo. Uno de los diablillos se ofreció a llevarlo a la Ciudad Eterna a cambio de la donación a perpetuidad de las sobras de la cena episcopal. Accedió Eufrasio y el diablillo lo transportó por los aires en un santiamén hasta la alcoba donde estaba el Papa a punto de cometer su pecado. En palabras del eximio historiador giennense Mozas Mesa:
Tales fueron los exorcismos de San Eufrasio y tantas sus bendiciones distribuidas por la habitación en la que se hallaba el Supremo Jerarca de la Iglesia, que se oyó un ruido infernal, acompañado de rechinar de dientes, aullidos espantosos y fuerte olor a azufre: había triunfado la virtud y Satán huía humillado y colérico.
Agradecido el Papa por la oportuna intervención del prelado, lo despidió regalándole las más preciada reliquia que poseía: el Santo Rostro. Ya de vuelta a su palacio andaluz, asegura la tradición que el santo obispo cumplió cada noche con la promesa hecha al diablillo de darle las sobras de la cena, sólo que desde entonces merendaba fuerte y cenaba solamente nueces. Las sobras eran las cáscaras.
Juan ESLAVA GALÁN, El fraude de la sábana santa y las reliquias de Cristo, Barcelona, Planeta, 2005.