Habían conseguido una gran victoria sobre los oretanos, que les dejaran el campo de batalla. Saquearon su campamento; el botín había sido abundante. Botilkos ordenó quemar a los caídos oretanos sin ceremonias; a sus muertos les levantaron un túmulo. Y rezaron al dios, por haberles concedido una muerte tan gloriosa.
La alegría de la victoria se fue apagando cuando llegaron a la ciudad, cuando vieron a las madres en lo alto de las murallas; se asomaban para buscar al hijo que ya no volvería, al marido que había dejado la azada para ir a la guerra.
A Botilkos, el comandante, le hubiera gustado que la batalla todavía continuara, que los oretanos no hubieran huido tan cobardemente. Hubiera querido que una falcata oretana le hubiera herido mortalmente: habría alcanzado una gloria eterna. Porque las madres de los caídos le parecieron más temibles que todo el ejército oretano.
Julián RODRÍGUEZ JIMÉNEZ, Cuentos y apuntes procaces, Editoral Almotacén, Córdoba, 2011.