Tenía conciencia de mi clase, pues eso era ya una tradición familiar. Estaba orgulloso de ser un obrero y despreciaba a la burguesía. Mi actitud frente a la respetabilidad convencional era más bien burlona. Tenía un sentido de la justicia, agudo pero unilateral, lo que impulsaba a un odio loco contra los que yo creía responsables de los sufrimientos y la opresión de las masas. Los policías eran enemigos. Dios era una mentira inventada por los ricos para mantener a los pobres satisfechos con su yugo, y sólo los cobardes se prestaban a rezar. Todos los patronos eran hienas con forma humana, malévolas, eternamente glotonas, desleales y despiadadas. Creía que un hombre que lucha solo no podía triunfar nunca. Los hombres debían luchar unidos y luchar juntos para mejorar la vida de todos los que estaban dedicados a obras útiles. Tenían que luchar con todos los medios a su alcance, no retrocediendo ante ninguna violación de la ley si ello podía servir a la causa, y no dando cuartel hasta que la revolución hubiera triunfado.
Jan VALTIN, La noche quedó atrás, Seix Barral, Barcelona, 2008.