La victoria sobre el ala derecha del ejército aliado había sido completa, aplastante, indiscutible. No quedaba nada de las columnas rusas. ¿Habían desaparecido?
Inasequible al desaliento, Kutuzov recuperó a sus tropas lo mejor que supo. Los rusos marchaban solos, en grupos, sin unidades constituidas. Marchaban porque eran soldados, y porque no sabían donde encontrar refugio, salvo que sufrieran la suerte poco envidiable de los prisioneros. Tenían que volver a su país con el ejército. ¿Qué podía reprocharse? Los generales habían perdido la batalla, era asunto suyo. El deber de los soldados era reunirse con ellos, pues sus jefes eran también fugitivos.
El castigo para los que habían abandonado las filas en plena batalla no era la muerte ni el presidio. Para castigar al regimiento de Novgorod, el zar añadió cinco años de servicio activo a los larguísimos veinticinco que duraba el servicio.
Los rusos avanzan con el estómago vacío. Arrastraban por el fango nevado sus largos capotes grises o marrones y las botas hechas trizas. Aullaban como lobos por tanto sufrimiento. Sus tripas gritaban con el hambre. Los oficiales morían también de hambre y no dejaban de abrirse paso en la noche. Ningún saludo antes antes de la salida del sol, cuando tal vez las carretas de los víveres atraerán a los soldados para reagruparlos y seguir el camino detrás de Kutuzov, el padre de los soldados, hasta la Santa Rusia. No tenían otra elección, si querían atravesar, que seguir siendo soldados y darse a conocer como tales, aunque fuera en sus uniformes harapientos.
Pierre MIQUEL, Austerlitz. La batalla de los tres emperadores, Ariel, Madrid, 2008.