Lorenzo, el maldito Lorenzo. Lo encontré por la calle y me dijo, como de pasada, que Alcántara había excavado una nueva necrópolis ibera. Por la sonrisa que asomó en su rostro supe que ya le había comprado alguna pieza que pronto me mostraría orgulloso. Fui casi enseguida –al día siguiente, en realidad– al almacén de Alcántara. Conocía muy bien mis gustos. Me ofreció algunas piezas que, supongo, otros compradores habituales ya habían rechazado: una falcata de bronce deformada durante la incineración, un cuchillo afalcatado, un regatón de hierro. Me los dejaba baratos, muy baratos, como si no esperara venderlos por otro precio. Le dije que me llevaría el cuchillo. Después me enseñó otras piezas que él sospechaba no me interesarían tanto: una vasija con decoración geométrica, unos pendientes de oro y una figurilla de caliza. Aquella figura –esta figura que ahora tengo sobre mi escritorio– era –es– un diminuto, un minúsculo exvoto. Alcántara me lo puso en la mano. Lo contemplé durante unos instantes, sólo durante unos instantes. Era de una sencillez magnífica: la boca marcada por una simple marca horizontal, un triángulo como nariz, los ojos –aquellos ojos que no dejan de mirarme– dos pequeños círculos. Estaba desnuda. De pronto deseé poseer aquella figura.
–La encontré a orillas del Guadajoz –me dijo.
Quizá me mintiera o quizá me dijera la verdad.
–¿Cuánto pide por ella? –le pregunté.
–Está vendida –me dijo Alcántara–. La compró don César.
Don César, el cuñado del gobernador civil, es, era –quiero decir– el mayor coleccionista de la provincia. Alcántara mencionó para justificarse una cantidad que yo no había gastado en todos los años que le había estado comprando antigüedades.
Ahora pienso que quizá hubiera sido más fácil cogerla entonces. Pero aquella figurilla tenía propios planes. Perversos.
Esa noche no pude dejar de pensar en ella. Soñé con la figurilla, soñé que me susurraba en un idioma extraño. Supe que debía conseguirla, que tenía que ser mía –más bien, yo soy suyo–.
A la mañana siguiente regresé al almacén dispuesto a pagar lo que me pidiera. Alcántara me dijo que era demasiado tarde, ya no tenía el exvoto, se lo había llevado a don César. Llegó a ofrecerme un relieve –un guerrero sin cabeza que se protegía con una caetra– que nunca me había mostrado y que no me interesaba.
Unos días después la guardia civil encontró a Alcántara tirado en el almacén: llevaba un tiempo muerto; tenía el cráneo destrozado.
Como era de esperar, Alcántara tenía apuntados los nombres de sus clientes. Cuando la guardia civil se presentó en mi casa no halló nada: había ocultado todas las piezas de mi colección –no muchas, la verdad –, incluso las tegulae y sigilatas que había ido recogiendo por mi cuenta. Me hicieron preguntas, pero me acabaron diciendo que sospechaban de un coleccionista de Madrid. Desde luego, no molestaron a don César. No, no le molestaron.
El exvoto no se me iba de la cabeza. Todo lo que me sucedía parecía estar relacionado con aquella escultura maligna. Hasta me sorprendí hablándole a María de ella.
Buscar un plan para entrar en casa de don César me llevó varias semanas de proyectos y hesitaciones. Decidirme fue aún más arduo, porque no sabía cómo conseguiría arrebatarle el exvoto. Finalmente me hice pasar por un coleccionista necesitado de dinero. Quizá mencionara el nombre de Alcántara; no estoy seguro de que don César me hubiera visto alguna vez por su almacén. Le llevaría la joya de mi colección, un trozo de cerámica sigilata que hacía unos años había encontrado cerca del río, entre los surcos que un arado acababa de abrir. Había en su centro un relieve: un niño o un amorcillo.
Don César me dio la bienvenida con una sonrisa falsa y me tendió una mano fláccida. Le mostré la sigilata. Miró displicentemente la pieza y me condujo a su despacho: los coleccionistas son por principio vanidosos –yo también lo soy–. Me mostró una crátera ática, un pilum, una falcata que parecía recién salida del taller del herrero oretano. El exvoto ibero estaba en un anaquel, escondido entre otras figurillas y junto a la cabeza mutilada de un león pétreo. Hablamos de Alcántara; sí, era extraño lo que le había sucedido. Entonces me preguntó cuánto pedía por la sigilata. Le di una cifra ridícula, la primera que se me pasó por la cabeza; ni siquiera trató de regatear el precio. Salió del despacho para buscar el dinero. Me dejó solo, ¡solo! Pensé que el exvoto, de algún modo, quería que lo poseyera. No había duda.
– Si tienes algo más, tráemelo –me dijo, mientras me entregaba el dinero.
Dejé a don César en el despacho. Tenía la frente cubierta de sudor, la camisa se me había pegado al cuerpo y el bulto del bolsillo me pesaba cien kilos.
Me alejé rápidamente de allí. Caía un sol infernal. Metí la mano en el bolsillo y la sentí helada.
VV.AA., Ipolca. Relatos ibéricos, El Olivo de Papel, Torredonjimeno, 2011.