El gobierno previsor de Buenos Aires no toleraba que los pueblos surgidos en el desierto tuviesen calles de menos de veinte metros de anchura. ¡Quién podía adivinar si serían algún día grandes ciudades! Y mientras llegaba esto, las viviendas bajas y de un solo piso permanecían separadas de las de enfrente por un espacio enorme que barrían en línea recta los huracanes glaciales o entoldaban con su niebla las columnas de polvo. Unas veces el sol hacía arder el suelo, levantando ante el paso del transeúnte nubes rumorosas de moscas; otras, los charcos de las rarísimas lluvias obligaban a los habitantes a marchar con agua hasta la rodilla para ver al vecino de enfrente.
De noche, toda la vida del antiguo campamento parecía reconcentrarse en el boliche. Su doble puerta extendía sobre el suelo dos rectángulos rojos, que eran la iluminación más fuerte del pueblo.
Los parroquianos venerables bebían de pie junto al mostrador, un español tocaba el acordeón y otros trabajadores europeos bailaban con las mestizas valses y polcas. Abundaban los chilenos, venidos del otro lado de la Cordillera, para escapar después de unos cuantos días de trabajo, arrastrados por su eterna manía ambulatoria. Eran gentes inquietantes por la facilidad con que tiraban del cuchillo, sin dejar por eso de sonreír y hablar melosamente. En otro grupo estaban los hombres del país, con barbas, poncho y grandes espuelas, jinetes errabundos que nadie sabía de qué vivían ni tampoco dónde eran nacidos. Imitaban á los antiguos gauchos, llevando el ancho cinturón de cuero adornado con arabescos de monedas de plata, que les servía para guardar sus armas.
Todos estos americanos aceptaban con despectivo silencio el acordeón y los bailes de gallegos y de gringos, hasta que al fin cualquiera de su clase reclamaba a gritos los bailes de la tierra. Esta exigencia, hecha con tono amenazador, obligaba a retirarse a las parejas que danzaban agarradas, a estilo europeo. Unas veces era el pericón o el gato, antiguos bailes argentinos, lo que danzaban los hijos del país; pero las más de las noches la cueca chilena enardecía horas enteras, con su palmoteo y sus gritos, al público del boliche.
Vicente BLASCO IBÁÑEZ, La tierra de todos.