«Del interior de la cueva salía el hedor de cien cadáveres putrefactos. El caballero, tras un instante de vacilación, asió fuertemente la espada y dio un paso adelante».
Stanislaw Adamczewski
Vino por el Camino Real, lanza en ristre, la visera caída, el caballo al paso. Nos pareció uno de esos caballeros que, por alguna irreflexiva promesa, cruzaban los puertos para medirse con los campeones moros. Sólo cuando se acercó, y vimos la figura de San Jorge Capadocio en su brillante escudo, resplandeciente como espejo, colegimos que era un cazador de lagartos. Casi estábamos olvidados de la sabandija que moraba en la Cueva Honda. En otro tiempo, su malevolencia le había hecho asaltar la ciudad para robar niños y doncellas. Mas hacía años que nadie la había visto. De vez en cuando, un pastor denunciaba ante los regidores la desaparición de una oveja, de una cabra. En ocasiones, cuando las mesnadas regresaban de la campaña contra el moro, el corregidor hacía arrojar uno de los cautivos a la gruta para aplacar la gula de la bestia.
Stanislaw Adamczewski
Vino por el Camino Real, lanza en ristre, la visera caída, el caballo al paso. Nos pareció uno de esos caballeros que, por alguna irreflexiva promesa, cruzaban los puertos para medirse con los campeones moros. Sólo cuando se acercó, y vimos la figura de San Jorge Capadocio en su brillante escudo, resplandeciente como espejo, colegimos que era un cazador de lagartos. Casi estábamos olvidados de la sabandija que moraba en la Cueva Honda. En otro tiempo, su malevolencia le había hecho asaltar la ciudad para robar niños y doncellas. Mas hacía años que nadie la había visto. De vez en cuando, un pastor denunciaba ante los regidores la desaparición de una oveja, de una cabra. En ocasiones, cuando las mesnadas regresaban de la campaña contra el moro, el corregidor hacía arrojar uno de los cautivos a la gruta para aplacar la gula de la bestia.