Mucho tiempo llevaba gobernando ya el Dictador, cuando finalmente se colmó el vaso. Al frente de un pueblo descontento se puso un joven y ambicioso General, comandante de un cuartel de provincias. A marchas forzadas, se plantó en la capital rodeando con sus tropas el palacio presidencial. La guardia personal del Dictador se defendió hasta el final, pero la victoria de la revolución estaba decidida. Tras un breve asedio, las tropas rebeldes acometieron y penetraron en el palacio. Mientras los últimos pretorianos eran degollados, el General, algunos oficiales y un corresponsal de la prensa extranjera se dirigieron al despacho privado del Dictador. Era un búnker subterráneo en el mismo corazón del palacio, la más secreta de todas las estancias secretas, rodeada de un nimbo de leyenda. Nadie había tenido acceso a ella, salvo el Dictador. Se decía que era allí donde se encontraba el Tesoro del Estado, además de todos los documentos importantes de política exterior e interior.
La puerta blindada estaba entreabierta. A la mesa, una enorme mesa de ébano con apliques dorados, en una silla imperial, estaba sentado el Dictador, con la frente apoyada en el tablero. Delante de él, en el escritorio totalmente despejado, yacían una pistola y una llave. Aparte de la mesa y la silla, el búnker no tenía más mobiliario; en cambio, desde el suelo hasta el techo, estaba repleto de cajas de cartón. Rajaron con bayonetas la primera que alcanzaron, y después, cada vez más impacientes, las siguientes, hasta la última. Sin embargo, todas contenían lo mismo: una cantidad inabarcable de ejemplares idénticos del pequeño Mickey Mouse realizado en plástico malo. Pilas, montañas y aludes de Mickey Mouse se desparramaron de las cajas de cartón rodeándolos por todas partes, de modo que se movían sumergidos en ellos hasta las rodillas.
—¡Impresionante! —exclamó el corresponsal extranjero—. Pondré un telegrama de inmediato: «¡Sensacional descubrimiento en el palacio presidencial!» O no, tengo un título mejor: «¡El misterio del poder, revelado!»
—Creo que no lo hará —dijo el General y, personalmente, mató al corresponsal de un balazo. Después cogió la llave de la mesa y, abandonando la habitación junto a sus subalternos, cerró la puerta desde fuera y se guardó la llave en el bolsillo. Hecho esto, ordenó que sus acompañantes fuesen inmediatamente fusilados, antes de que tuviesen tiempo de cruzar una palabra con nadie.
La alegría por la caída del Dictador fue generalizada. El General, aclamado por unanimidad Presidente de la República, asumió el gobierno. La prensa libre, que renació bajo su ilustre mandato, anunció el florecimiento de un Estado renovado, la llegada de una era de bienestar y de creciente protagonismo en los foros internacionales. Garantizarían este éxito unas riquezas desmedidas y unos documentos de suma importancia que habían sido encontrados en el palacio presidencial. Y es que, a partir de ahora, iban a servir no a una dictadura egoísta, sino al pueblo y a los intereses de toda una nación.
Sławomir MROŻEK, La mosca, Acantilado, Barcelona, 2005.