Vino a encontrarse con el público un dramaturgo laureado con el Premio Nobel. Era un gran honor, porque aquel dramaturgo era grande, y nuestra ciudad, pequeña. Así que hubo muchos discursos y una orquesta para recibirlo, y después una comida oficial en una sala decorada con flores.
Durante la comida, el premiado sintió la necesidad de alejarse al excusado y salió. Pero, como pasaba ya mucho rato y no volvía, el alcalde, finalmente, se dirigió en persona para ver si por casualidad el premiado se sentía indispuesto.
En el pasillo se encontró con la señora de la limpieza y el dramaturgo.
—¡No pienso dejarle entrar! —exclamó la señora de la limpieza al alcalde—. Que no tiene suelto pa pagar.
—Pero abuela, ¡si él tiene el Nobel!
—Eso acaba de decirme él mismo. Si no, yo le hubiera dejao pasar incluso sin pagar, aunque fuera sólo por lástima, que es un hombre mayor... ¡Pero como va y me confiesa que tiene esa enfermedá, ya no le dejo por na del mundo! ¡Para que me contagie a tos los clientes! Si tiene el Nobel, que vaya a tratárselo y que no venga a retretes decentes.
No había quien pudiera con la señora de la limpieza y el premiado tuvo que salir a la esquina. Dijo que no le importaba, pero a mí me da que estaba ofendido.
Después de que se marchase, despidieron a la señora de la limpieza. Ahora en el retrete trabaja un joven con título universitario, alguien culto que sabe lo que es un Nobel. Pero a saber si alguna vez más vendrá a la ciudad otro Nobel.
Sławomir MROŻEK, La mosca, Acantilado, Barcelona, 2005.