Yo no he estudiado teorías comunistas, es cosa que no me interesa, pero he hablado con labradores españoles acerca de la socialización de la tierra, uno de los principales dogmas comunistas, y he visto que no la consideran para ellos perjudicial, sino como una medida imposible de llevar a la práctica por lo cara.
Hace unos meses hablaba con un labrador de un pueblo de la montaña de Navarra. Era hombre todavía joven, propietario de un hermoso caserío con maizales, prados, manzanal y helechales en el monte. Este hombre no había estudiado más que las primeras letras, pero era inteligente y despierto. Le habían nombrado concejal.
—Si viniera un cambio en el régimen de propiedad y les convirtieran a los labradores en obreros, ¿lo aceptarían ustedes? —le pregunté.
—No sé en qué consistiría eso.
—¿Cuántos trabajan ustedes en casa?
—Pues todos: mi mujer, mi suegro, mi hijo mozo, uno más pequeño y yo.
—¿Y todos trabajan con el mayor esfuerzo?
—Todos.
—¿Qué jornal pagan en el pueblo a un oficial de albañil o de carpintero?
—Unas ocho pesetas lo menos; al peón se le paga cinco y al aprendiz, dos o tres.
—Bueno. Pues figúrese usted que a usted le pagaran ocho pesetas, a su suegro cinco, al hijo mayor otras cinco, a la mujer tres y al pequeño dos. Serían veintitrés pesetas de jornal al día y ocho horas de trabajo. ¿Lo aceptarían ustedes?
—¡No lo íbamos a aceptar!
—¿No ganan ustedes ahora tanto?
—No ¡Ca!
—¿El caserío y los campos son suyos?
—Sí.
—¿Qué representarán de capital?
—Hoy no lo daría nadie, pero yo me figuro que se podrían tasar en siete mil duros, treinta y cinco mil pesetas.
—¿Cuánto rentan?
—El capital en tierras lo más que renta aquí es el dos o el dos y medio por ciento al año.
—Así, su finca, como máximun, rentaría ochocientas setenta y cinco pesetas.
—Ponga usted que cada dos años saquemos quinientas pesetas de manzana.
—Es decir, doscientas cincuenta al año que, unidas a la cifra anterior, son tres mil doscientas veinticinco pesetas anuales. Quitando los domingos, en que se supone que no trabajan, ganan ustedes, entre todos, cada día hábil diez pesetas. De la otra manera ganarían veintitrés, en dinero o su equivalente en vales, y en vez de trabajar doce, catorce o dieciséis horas al día, trabajarían ocho.
—Es evidente.
—¿Y usted cree que si el Ayuntamiento se apoderara de todas las propiedades del término municipal podría convertir a los campesinos en obreros pagándoles como tales?
—Imposible. Se arruinaría en menos de un año. Si nosotros, con un trabajo constante ya veces con jornadas de sol a sol, no le sacamos a nuestra tierra más que diez pesetas al día, ¿cómo le iba a sacar el Ayuntamiento con ocho horas veintitrés pesetas, por lo menos, para pagarnos a nosotros? Aun suponiendo que nosotros trabajáramos con el mismo ahínco que ahora.
—¿Y no se podría hacer un trabajo más intenso o más sabio?
—No creo. Aquí empleamos las mismas máquinas que usan en los caseríos en Francia; usamos abono y sacamos a la tierra tres y cuatro cosechas al año.
—¿Tampoco se podría hacer un trabajo colectivo?
—Tampoco. Las tierras están muy esparcidas.
Este hombre, en una posición de propietario privilegiado, que gana el producto íntegro de su trabajo, considera más beneficioso el jornal corriente, pero supone que no habría Ayuntamiento que pudiera realizar sin arruinarse la socialización de la tierra. Claro que sería posible dar jornales más pequeños, pero entonces la transformación no tenía ventaja ninguna. Supongo que en casi toda la zona del Norte de España pasará lo mismo que en el país vasco. En esos países lo revolucionario sería dar el caserío al que vive en él.
La misma pregunta que al campesino vasco-navarro, le hacía hace unos meses a un labrador castellano, de tierra de Burgos, propietario de heredades. Se quejaba de la inseguridad de la vida, dela falta de lluvia, de los pedriscos, de la tasa del trigo.
—¿Usted dejaría sus tierras al Municipio para que se encargara de ellas a condición de que a sus hijos ya usted les dieran un jornal seguro por trabajar ocho horas al día? —le pregunté.
—Hombre, eso sería Jauja —me dice él—. La agricultura es cosa muy mala; por eso, todo el mundo que puede se va a las ciudades. Casi todos los que tienen oficios rurales creen que si en vez del producto del trabajo les dieran un jornal seguro, como a los demás obreros, saldrían ganando, pero nadie supone que esto podría ser un buen negocio para el Estado o para el Municipio.
Lo extraño es que en Andalucía y en Extremadura, países de tierras fértiles, pasa algo parecido, y se oye decir a los trabajadores del campo:
—No queremos tierras, sino jornales.
Convertir en obreros a los campesinos, asignándoles un jornal suficiente para vivir medianamente me parece imposible en España. No creo que el país dé para tanto más que en algunas pequeñas zonas, como la huerta de Valencia, la de Murcia y en algunas minas, fábricas y electras.
Pío BAROJA, Comunistas, judíos y demás ralea, Ediciones Reconquista, Valladolid, 1939.