Estuvimos en el Pacific Dining Car y tomamos grandes bistecs para cenar. Charlamos. Empecé a darme cuenta de lo mucho que ambos detestábamos la pereza y el desorden. Yo había vivido en ambos durante veinte años seguidos. Bill lo había vivido no hacía mucho tiempo, como policía en activo. La pereza y el desorden pueden ser sensuales y seductores. Los dos lo sabíamos. Comprendíamos el tirón que producían. Tenía que ver con la testosterona. Uno debía controlarse, hacerse valer. Si se perdía el control, el tirón lo obligaba a capitular y a rendirse. El placer barato era una tentación condenable. La bebida, la droga y el sexo sin orden ni concierto proporcionaban una versión barata del poder al que uno se proponía renunciar. Destruían la voluntad de llevar una vida decente. Promovían el delito. Destruían los contratos sociales. La dinámica tiempo perdido/tiempo recuperado me lo enseñó. Los estudiosos atribuían la delincuencia a la pobreza y el racismo. Tenían razón. Vi el crimen como una plaga moral concurrente cuyo origen era absolutamente empático. El delito era energía masculina mal dirigida, un anhelo absoluto de rendición extática, un anhelo romántico fracasado. El delito era la pereza y el desorden del descuido personal a escala epidémica. El libre albedrío existía. Los seres humanos eran mejores que las ratas en sus reacciones a los estímulos. El mundo era un lugar jodido. En cualquier caso, todos éramos responsables.
James ELLROY, Mis rincones oscuros, Zeta, Barcelona, 2008.