No, no voy a hablar de ese rey de Francia que consiguió expulsar a los ingleses. El Carlos VII del que me voy a ocupar esta mañana es más insignificante.
Desde que Isabel II había sido expulsada de España, los carlistas se preparaban: los contrabandistas recorrían incansables la muga, se escondían armas en los sótanos y en los sobrados, se afilaban las espadas, se preparaban los uniformes y las rojas chapelas. Circulaban esperanzadores rumores de que el rey, que nunca había pisado España, cruzaría pronto la frontera. En Madrid había un monarca extranjero, italiano, ridículo: nadie le hacía caso.
Los carlistas estaban orgullosos de sus ideas: Dios y leyes viejas, catolicismo y fueros. Por fin todo volvería a como estaba antes de la invasión francesa de 1808, que tantos males trajo: la pérdida de la España de ultramar, el liberalismo, el positivismo. Los curas agitaban el Syllabus (el Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores, para ser más precisos) y daban gritos a favor de Carlos VII, el rey legítimo
En abril de 1872, por fin, estalló la guerra. El 2 de mayo, aniversario del glorioso alzamiento del pueblo madrileño, Carlos María de Borbón y de Habsburgo-Lorena-Este entró en el pueblucho de Vera de Bidasoa, cuyos habitantes le vitorearon extasiados. La gente se acercaba, le besaba la mano. Pronto notaron algo extraño en él. Sucedió lo que decía Gracián: "Nunca lo verdadero pudo alcanzar a lo imaginado". Hasta entonces, sólo le conocían los pocos fieles que le habían tratado en el exilio austriaco, en Suiza. Los vasco-navarros creyeron que su rey estaba almidonado. Cuando le escucharon, se dieron cuenta de que… ¡no hablaba castellano! Poco a poco, llegaron a otra conclusión más terrible: era de un ingenuo total, era tonto. En la corte de Estella comenzaron a llamarle, por supuesto a sus espaldas, el rey Bobo. Algún cortesano recordó entonces que el reyezuelo de Fernando Poo, Sepaoko, vivía encerrado en casa, lejos de las miradas de los bubis y de los españoles. Quizá hubieran debido hacer eso con su rey.
Carlos VII era ajeno a todo esto, estaba entusiasmado organizando el Estado: moneda, Código Penal, Tribunal Supremo, Aduanas, servicio de correos, la Universidad de Oñate. Comenzó a conceder títulos nobiliarios; hasta 102 había otorgado al final de su reinado (por sólo cinco de su padre).
Durante el caos republicano, los carlistas vencieron en varias escaramuzas, revitalizantes. Se puso sitio a Bilbao, pero no hubo forma de tomar la ciudad. La llegada al trono de Alfonso XIII y el gobierno conservador de Cánovas hicieron que el carlismo se desmoronara: comenzó la deshecha.
El pretendiente no se desanimó. Los españoles habían sido demasiado ingratos, pero él seguía siendo un Borbón. Después de la muerte del conde de Chambord, Carlos María decidió reclamar el trono de Francia, del que era legítimo heredero.
Carlos VII de España, XI de Francia y VI de Navarra murió como había vivido, en el exilio. Quedó su testamento: "Mantened intacta vuestra Fe y el culto a nuestras Tradiciones y el amor a nuestra Bandera. Mi hijo Jaime, o el que en Derecho, y sabiendo lo que ese Derecho significa y exige, me suceda, continuará mi obra. Y aun así, si, apuradas todas las amarguras, la Dinastía legítima que nos ha servido de faro providencial estuviera llamada a extinguirse, la Dinastía de mis admirables carlistas, los españoles por excelencia, no se extinguir jamás. Vosotros podáis salvar a la Patria como la salvasteis, con el Rey a la cabeza, de las hordas mahometanas, y huérfanos de monarca, de las legiones napoleónicas. Antepasados de los voluntarios de Alpens y de Lácar eran los que vencieron en Las Navas y en Bailén. Unos y otros llevaban la misma Fe en el alma y el mismo grito de guerra en los labios".
Sus sucesores llevaron al carlismo por caminos insospechados. Jaime III mostró sus simpatías por el socialismo y en la Gran Guerra apoyó a Francia: las autoridades austro-húngaras, que le habían acogido, cometieron la ingratitud de internarle en prisión.
Alfonso Carlos I, hermano de Carlos VII, trató de restaurar el carlismo. En 1932 organizó la Comunión Tradicionalista. Apoyó la conspiración contra la República y oportunamente murió en septiembre de 1936. Franco se colocó una boina roja y decidió que él sería el jefe del carlismo a partir de ese momento.
A la muerte de Alfonso Carlos I, de acuerdo con la ley sálica que había iniciado todo el alboroto, los derechos al trono español recaían en Alfonso de Borbón y de Habsburgo-Lorena. Este personaje ya había ocupado ilegítimamente el trono español como Alfonso XIII y en abril de 1931 había renunciado a la corona; “no tengo el amor de mi pueblo”, dijo antes de abandonar el país.
Vascos y navarros no están del todo descontentos con el resultado de las guerras civiles: han conseguido mantener privilegios medievales en la Europa del siglo XXI. El resto de los españoles han obtenido bien poco del conflicto carlista: un artículo hilarante de Larra, un himno con música liberal y letra carlista (el Oriamendi), las novelas de Galdós, Unamuno, Valle-Inclán, Baroja y Perucho, los magníficos y sugestivos óleos de Augusto Ferrer Dalmau.
Desde que Isabel II había sido expulsada de España, los carlistas se preparaban: los contrabandistas recorrían incansables la muga, se escondían armas en los sótanos y en los sobrados, se afilaban las espadas, se preparaban los uniformes y las rojas chapelas. Circulaban esperanzadores rumores de que el rey, que nunca había pisado España, cruzaría pronto la frontera. En Madrid había un monarca extranjero, italiano, ridículo: nadie le hacía caso.
Los carlistas estaban orgullosos de sus ideas: Dios y leyes viejas, catolicismo y fueros. Por fin todo volvería a como estaba antes de la invasión francesa de 1808, que tantos males trajo: la pérdida de la España de ultramar, el liberalismo, el positivismo. Los curas agitaban el Syllabus (el Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores, para ser más precisos) y daban gritos a favor de Carlos VII, el rey legítimo
En abril de 1872, por fin, estalló la guerra. El 2 de mayo, aniversario del glorioso alzamiento del pueblo madrileño, Carlos María de Borbón y de Habsburgo-Lorena-Este entró en el pueblucho de Vera de Bidasoa, cuyos habitantes le vitorearon extasiados. La gente se acercaba, le besaba la mano. Pronto notaron algo extraño en él. Sucedió lo que decía Gracián: "Nunca lo verdadero pudo alcanzar a lo imaginado". Hasta entonces, sólo le conocían los pocos fieles que le habían tratado en el exilio austriaco, en Suiza. Los vasco-navarros creyeron que su rey estaba almidonado. Cuando le escucharon, se dieron cuenta de que… ¡no hablaba castellano! Poco a poco, llegaron a otra conclusión más terrible: era de un ingenuo total, era tonto. En la corte de Estella comenzaron a llamarle, por supuesto a sus espaldas, el rey Bobo. Algún cortesano recordó entonces que el reyezuelo de Fernando Poo, Sepaoko, vivía encerrado en casa, lejos de las miradas de los bubis y de los españoles. Quizá hubieran debido hacer eso con su rey.
Carlos VII era ajeno a todo esto, estaba entusiasmado organizando el Estado: moneda, Código Penal, Tribunal Supremo, Aduanas, servicio de correos, la Universidad de Oñate. Comenzó a conceder títulos nobiliarios; hasta 102 había otorgado al final de su reinado (por sólo cinco de su padre).
Durante el caos republicano, los carlistas vencieron en varias escaramuzas, revitalizantes. Se puso sitio a Bilbao, pero no hubo forma de tomar la ciudad. La llegada al trono de Alfonso XIII y el gobierno conservador de Cánovas hicieron que el carlismo se desmoronara: comenzó la deshecha.
El pretendiente no se desanimó. Los españoles habían sido demasiado ingratos, pero él seguía siendo un Borbón. Después de la muerte del conde de Chambord, Carlos María decidió reclamar el trono de Francia, del que era legítimo heredero.
Carlos VII de España, XI de Francia y VI de Navarra murió como había vivido, en el exilio. Quedó su testamento: "Mantened intacta vuestra Fe y el culto a nuestras Tradiciones y el amor a nuestra Bandera. Mi hijo Jaime, o el que en Derecho, y sabiendo lo que ese Derecho significa y exige, me suceda, continuará mi obra. Y aun así, si, apuradas todas las amarguras, la Dinastía legítima que nos ha servido de faro providencial estuviera llamada a extinguirse, la Dinastía de mis admirables carlistas, los españoles por excelencia, no se extinguir jamás. Vosotros podáis salvar a la Patria como la salvasteis, con el Rey a la cabeza, de las hordas mahometanas, y huérfanos de monarca, de las legiones napoleónicas. Antepasados de los voluntarios de Alpens y de Lácar eran los que vencieron en Las Navas y en Bailén. Unos y otros llevaban la misma Fe en el alma y el mismo grito de guerra en los labios".
Sus sucesores llevaron al carlismo por caminos insospechados. Jaime III mostró sus simpatías por el socialismo y en la Gran Guerra apoyó a Francia: las autoridades austro-húngaras, que le habían acogido, cometieron la ingratitud de internarle en prisión.
Alfonso Carlos I, hermano de Carlos VII, trató de restaurar el carlismo. En 1932 organizó la Comunión Tradicionalista. Apoyó la conspiración contra la República y oportunamente murió en septiembre de 1936. Franco se colocó una boina roja y decidió que él sería el jefe del carlismo a partir de ese momento.
A la muerte de Alfonso Carlos I, de acuerdo con la ley sálica que había iniciado todo el alboroto, los derechos al trono español recaían en Alfonso de Borbón y de Habsburgo-Lorena. Este personaje ya había ocupado ilegítimamente el trono español como Alfonso XIII y en abril de 1931 había renunciado a la corona; “no tengo el amor de mi pueblo”, dijo antes de abandonar el país.
Vascos y navarros no están del todo descontentos con el resultado de las guerras civiles: han conseguido mantener privilegios medievales en la Europa del siglo XXI. El resto de los españoles han obtenido bien poco del conflicto carlista: un artículo hilarante de Larra, un himno con música liberal y letra carlista (el Oriamendi), las novelas de Galdós, Unamuno, Valle-Inclán, Baroja y Perucho, los magníficos y sugestivos óleos de Augusto Ferrer Dalmau.
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