Nos había dicho que matáramos a los hombres y que hiciéramos con las mujeres lo que nuestra conciencia nos dictara, pero que no tocáramos a los niños. Los niños no tenían culpa de nada.
No había pensado en aquello hasta que llegué a aquella granja. El grupo se había quedado en un pueblo y Jerome y yo fuimos a la granja. Cuando nos acercábamos, una bala alcanzó a mi compañero, le hizo una fea herida en el brazo que le tiró del caballo. Iba a ayudarle pero me dijo que matara al granjero.
-Déjame aquí, Reuben.
Es lo que hice. Aguijoneé a Whitefoot y me dirigí a la granja. Aquel tipo, quizá, sólo había tirado contra mapaches, pero nunca contra un jinete que se acercara cabalgando. Alcanzó a dispararme dos veces, antes de que llegara a su lado. Después, cuando me puse a su lado, me observó por unos instantes: en su mirada no había miedo, sino odio. Comenzó a cargar el fusil una tercera vez. Le dejé hacer: no me gusta disparar contra la gente desarmada. Los dedos le temblaban un poco. Cuando levantó el arma, le disparé. Creo que había muerto antes de llegar al suelo.
De repente apareció aquel crío. Le eché once o doce años. No sé dónde diablos aprendió todas aquellas blasfemias. Levanté el revólver y disparé al aire, pero el maldito crío siguió lanzando palabrotas. Me dieron ganas de bajarme del caballo y darle unos buenos azotes, pero mi camarada estaba herido.
-Entierra a tu padre -le dije.
Diablos, el chico debería estar agradecido: ni siquiera quemé la maldita casa. Cuando me había alejado un centenar de pasos, escuché el disparo. Supuse que que la bala había salido alta y que el crío se había caído de espaldas. Deseé que se hubiera destrozado el hombro.
Subí como pude a Jerome en su caballo y nos dirigimos al pueblo. No estaba lejos y no era difícil perderse: el humo marcaba el camino. El pueblo ardía por los cuatro costados. El capitán se acercó y miró la herida de Jerome.
-Reuben -me dijo-, tendremos que cabalgar hasta el río. Nos han dicho que a varias millas hay una compañía de federales.
-Está bien. Yo iré con él.
No tuvo que decirme que no esperaría a nadie porque yo ya lo sabía. Salimos del pueblo como diablos. Pronto, Jerome y yo comenzamos a quedarnos atrás. Había perdido mucha sangre.
-Vamos -le dije-. Ya podrás descansar cuando lleguemos al río.
A media tarde decidí que teníamos que detenernos. Fue entonces cuando me di cuenta de que Whitefoot estaba herido. ¡Aquel maldito niño! Bajé a McClay del caballo. Estaba frío. Le sacudí.
-¿Cómo estás?
-Duele mucho. Es como si tuviera una serpiente dentro del cuerpo.
-Creo que no llegaremos al río -le dije.
-Déjame aquí, Reuben.
-No, no podría dejarte.
-Dile a madre que... No sé. Lo que se te figure.
Sí, tendría que decirle algo. Jerome iba a cumplir los dieciséis años en mayo.
No había pensado en aquello hasta que llegué a aquella granja. El grupo se había quedado en un pueblo y Jerome y yo fuimos a la granja. Cuando nos acercábamos, una bala alcanzó a mi compañero, le hizo una fea herida en el brazo que le tiró del caballo. Iba a ayudarle pero me dijo que matara al granjero.
-Déjame aquí, Reuben.
Es lo que hice. Aguijoneé a Whitefoot y me dirigí a la granja. Aquel tipo, quizá, sólo había tirado contra mapaches, pero nunca contra un jinete que se acercara cabalgando. Alcanzó a dispararme dos veces, antes de que llegara a su lado. Después, cuando me puse a su lado, me observó por unos instantes: en su mirada no había miedo, sino odio. Comenzó a cargar el fusil una tercera vez. Le dejé hacer: no me gusta disparar contra la gente desarmada. Los dedos le temblaban un poco. Cuando levantó el arma, le disparé. Creo que había muerto antes de llegar al suelo.
De repente apareció aquel crío. Le eché once o doce años. No sé dónde diablos aprendió todas aquellas blasfemias. Levanté el revólver y disparé al aire, pero el maldito crío siguió lanzando palabrotas. Me dieron ganas de bajarme del caballo y darle unos buenos azotes, pero mi camarada estaba herido.
-Entierra a tu padre -le dije.
Diablos, el chico debería estar agradecido: ni siquiera quemé la maldita casa. Cuando me había alejado un centenar de pasos, escuché el disparo. Supuse que que la bala había salido alta y que el crío se había caído de espaldas. Deseé que se hubiera destrozado el hombro.
Subí como pude a Jerome en su caballo y nos dirigimos al pueblo. No estaba lejos y no era difícil perderse: el humo marcaba el camino. El pueblo ardía por los cuatro costados. El capitán se acercó y miró la herida de Jerome.
-Reuben -me dijo-, tendremos que cabalgar hasta el río. Nos han dicho que a varias millas hay una compañía de federales.
-Está bien. Yo iré con él.
No tuvo que decirme que no esperaría a nadie porque yo ya lo sabía. Salimos del pueblo como diablos. Pronto, Jerome y yo comenzamos a quedarnos atrás. Había perdido mucha sangre.
-Vamos -le dije-. Ya podrás descansar cuando lleguemos al río.
A media tarde decidí que teníamos que detenernos. Fue entonces cuando me di cuenta de que Whitefoot estaba herido. ¡Aquel maldito niño! Bajé a McClay del caballo. Estaba frío. Le sacudí.
-¿Cómo estás?
-Duele mucho. Es como si tuviera una serpiente dentro del cuerpo.
-Creo que no llegaremos al río -le dije.
-Déjame aquí, Reuben.
-No, no podría dejarte.
-Dile a madre que... No sé. Lo que se te figure.
Sí, tendría que decirle algo. Jerome iba a cumplir los dieciséis años en mayo.
Frank RAYMOND, El crío.