La expectación enorme que suscita la Feria de San Isidro -lleno todos los días, así dure un mes- responde a las mismas motivaciones que se aprecian en las restantes plazas españolas. A la gente en general los toros parecen traerle absolutamente sin cuidado, pero si se anuncia feria en su localidad y hay cartel con nombres que suenan, acude y llena el coso. Y domina su transcurso mediante un talante desaforadamente triunfalista que condona todo tipo de tropelías y corruptelas, en aras del fin supremo de que aquello acabe en apoteosis, poder entonces contarlo y presumir de que se ha asistido a un acontecimiento memorable.
Cosas así suceden en la famosa Feria de San Isidro, no se crea. Y no llegan a más, pues aún queda un reducto -mínimo- de aficionados que intenta mantener la cordura y la autenticidad del espectáculo. Aunque con éxito pocas veces, incluso las más con estrepitoso fracaso, pues los llaman derrotistas, retrógrados, aguafiestas, maleducados e intentan echarlos de la plaza.
Joaquín VIDAL, Temporada.
El País, martes 19 de marzo de 2002.
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