Creyendo al principio que se enamoraba de mi hermosura, me felicitaba yo de ello, y teniéndolo por una fortuna, creí que se me presentaba un medio maravilloso de ganarle, contando con que, complaciendo a sus deseos, obtendría seguramente de él que me comunicara toda su ciencia. Por otra parte, yo tenía un elevado concepto de mis cualidades exteriores. Con este objeto comencé por despachar a mi ayo, en cuya presencia veía ordinariamente a Sócrates, y me encontré solo con él. Es preciso que os diga la verdad toda; estadme atentos, y tú, Sócrates, repréndeme si falto a la exactitud. Quedé solo, amigos míos, con Sócrates, y esperaba siempre que tocara uno de aquellos puntos, que inspira a los amantes la pasión, cuando se encuentran sin testigos con el objeto amado, y en ello me lisonjeaba y tenía un placer. Pero se desvanecieron por entero todas mis esperanzas. Sócrates estuvo todo el día conversando conmigo en la forma que acostumbraba y después se retiró. A seguida de esto, le desafié a hacer ejercicios gimnásticos, esperando por este medio ganar algún terreno. Nos ejercitamos y luchamos muchas veces juntos y sin testigos. ¿Qué podré deciros? Ni por esas adelanté nada. No pudiendo conseguirlo por este rumbo, me decidí a atacarle vivamente. Una vez que había comenzado, no quería dejarlo hasta no saber a qué atenerme. Le convidé a comer como hacen los amantes que tienden un lazo a los que aman; al pronto rehusó, pero al fin concluyó por ceder. Vino, pero en el momento que concluyó la comida, quiso retirarse. Una especie de pudor me impidió retenerle. Pero otra vez le tendí un nuevo lazo; después de comer, prolongué nuestra conversación hasta bien entrada la noche; y cuando quiso marcharse, le precisé a que se quedara con el pretexto de ser muy tarde. Se acostó en el mismo escaño en que había comido.
—Sócrates, ¿duermes? —le pregunté al cabo de un rato.
—No —respondió él.
—Y bien, ¿sabes lo que yo pienso?
—¿Qué?
—Pienso —repliqué— que tú eres el único amante digno de mí, y se me figura que no te atreves a descubrirme tus sentimientos. Yo creería ser poco racional, si no procurara complacerte en esta ocasión, como en cualquiera otra, en que pudiera obligarte, sea en favor de mí mismo, sea en favor de mis amigos. ningún pensamiento me hostiga tanto como el de perfeccionarme todo lo posible, y no veo ninguna persona, cuyo auxilio pueda serme más útil que el tuyo. Rehusando algo a un hombre tal como tú, temería mucho más ser criticado por los sabios, que el serlo por el vulgo y por los ignorantes, concediéndotelo todo.
A este discurso Sócrates me respondió con su ironía habitual:
—Mi querido Alcibíades, si lo que dices de mí es exacto; si, en efecto, tengo el poder de hacerte mejor, en verdad no me pareces inhábil, y has descubierto en mí una belleza maravillosa y muy superior a la tuya. En este concepto, queriendo unirte a mí y cambiar tu belleza por la mía, tienes trazas de comprender muy bien tus intereses; puesto que en lugar de la apariencia de lo bello quieres adquirir la realidad y darme cobre por oro. Pero, buen joven, míralo más de cerca, no sea que te engañes sobre lo que yo valgo. Los ojos del espíritu no comienzan a hacerse previsores hasta que los del cuerpo se debilitan, y tú no has llegado aún a este caso.
PLATÓN, El banquete, Popocatépetl, México, 1997.