Es consuetud de los alemanes llevar a la guerra a sus mujeres, las cuales les sirven sus bagajes, llevando las ollas, sartén, asador y demás baratijas, como alforjas; y a estas siguen los perros, que llevan ordinariamente, los cuales, estando sobre Buda, ciudad que posee el Turco, fue tanta la necesidad que el ejército pasó que, no teniendo sus dueños que comer, los perros que en el ejército iban (que eran de más de veinte mil hombres, y las mujeres más de cuatro mil), empezaron con la hambre a comer la carne de los muertos; con la cual, encarnizados y grandemente crecidos, dejaban a sus dueños, en quienes no hallaban socorro ni lo tenían para sí mismos, y se cebaban en los muertos. Esto duró un año y medio, al cabo del cual fue la cruel batalla llamada de Buda, en que fueron rotos los turcos y los tártaros, con muerte de más de siete mil de ellos, que dejando el campo quedó por nuestro, retirándonos también nosotros a Presburgo. Quedáronse los perros cebados en la carne fresca, la cual, viniendo a corromperse y bebiendo, los perros, necesitados, la comían, de que se engendró una rabia cruel en ellos; tal que, no comiendo más que aquella carne y estando hambrientos, salían al camino y mataban y comían a los que pasaban. Fue tanto el daño por ellos causado, que obligaron a D. Baltasar Marradas a que envíase compañías enteras a matarlos, en las cuales hacían tanto daño, mordiéndolos con furiosa rabia, y estos muriendo, rabiando, que fue necesario enviar un tercio de tres mil hombres y hacer un foso con muchos espinos para estorbarles el que pasasen a embestir al ejército, a quien juntos y en figura de mal formado escuadrón arremetían como demonios, y allí, con mucho trabajo, los fueron consumiendo con una pieza de artillería cargada de balas.
Diego DUQUE DE ESTRADA, Memorias, Ediciones Espuela de Plata, Sevilla, 2006.