Durante años, el terrible salteador Jurek fue dueño del bosque de Mikluszowice. Cualquiera que lo atravesara, se exponía a verse asaltado por el bandido. Jurek guardaba en su cueva todo lo que robaba pues, a diferencia de otros ladrones célebres, no desvalijaba a los ricos para entregárselo a los pobres. Él no distinguía entre ricos y pobres, a todos les exigía algo a cambio de sus vidas. Tenía el gusto de las urracas por los objetos extraños e inservibles. Por ello, en su guarida podían encontrarse monedas rusas, turcas y austríacas, manuscritos jasídicos, biblias ortodoxas, tratados filosóficos, modestas azadas, violines, anillos eclesiásticos, bastones, la cruz de la iglesia de Targowisko, candelabros, espadas, mosquetes, hachas de leñadores que se habían adentrado en el bosque de Mikluszowice para cortar leña, la muleta del alcalde cojo de Dziewin.
Sin embargo, el más extraño botín que jamás consiguió Jurek fue el beso que le dio Izabella Lenczewska, una joven que se dirigía a Cracovia. Cuando asaltó la diligencia donde ésta viajaba, todos los pasajeros, que sabían de la fama de Jurek, se apresuraron a entregarle un objeto. Incluso algunos, conocedores del gusto del bandido por lo extraño y lo insólito, lo traían preparado. Pero Izabella Lenczewska nada tenía que entregarle. Como el bandido se impacientaba, y los otros pasajeros comenzaban a ponerse nerviosos, la viajera le acabó dando un beso en la mejilla.
-Así no me olvidarás nunca –le dijo.
Jurek no respondió nada. Le hizo un gesto enérgico al cochero para que siguiera su marcha y los viajeros vieron, mientras se alejaba la diligencia, que el bandido se adentraba en el bosque con un aire cansino.
Se dice que Jurek nunca olvidó aquel beso que le dio Izabella Lenczewska, la joven que se dirigía a Cracovia.
Andrzej NOWAK (ed.), Pequeña Polonia, El Olivo, Jaén, 2011.