A fines del siglo diecinueve culminó, a tiros de Remington, el vaciamiento de la Patagonia argentina.
Los pocos indios que sobrevivieron a la matanza cantaron, al irse:
Tierra mía: no te alejes de mí,
por más lejos que me vaya yo.
Ya Charles Darwin había advertido, en su viaje a la región, que los indios no se extinguían por selección natural, sino porque su exterminio respondía a una política de gobierno. Domingo Faustino Sarmiento creía que las tribus salvajes constituían un peligro para la sociedad, y el autor del safari final, el general Julio Argentino Roca, llamaba animales salvajes a sus víctimas.
El ejército llevó adelante la cacería en nombre de la seguridad pública. Los indios eran una amenaza y sus tierras, una tentación. Cuando la Sociedad Rural lo felicitó por la misión cumplida, el general Roca anunció:
—Están libres para siempre del dominio del indio esos vastísimos territorios que se presentan ahora llenos de deslumbradoras promesas al inmigrante y al capital extranjero.
Seis millones de hectáreas pasaron a manos de sesenta y siete propietarios. Cuando murió, en 1914, Roca dejó a sus herederos sesenta y cinco mil hectáreas de tierras arrancadas a los indios.
En vida, no todos los argentinos habían sabido valorar la abnegación de este guerrero de la patria, pero la muerte lo mejoró mucho: ahora tiene la estatua más alta del país y otros treinta y cinco monumentos, su efigie decora el billete más valioso y llevan su nombre una ciudad y numerosas avenidas, parques y escuelas.
Eduardo GALEANO, Espejos. Una historia casi universal, Siglo XXI, Madrid, 2008.