Reinaldo de Châtillon, el menor de los hijos de un conde francés, se quedó en Palestina después de la segunda cruzada, al no tener porvenir en su país. Era un joven ardiente y bien parecido, y además guerrero valeroso, pero de una brutalidad y una codicia sin límites.
Así, en 1153, poco después de su matrimonio, hizo prisionero al patriarca Amalarico (porque no le daba el dinero que le pedía); en la mazmorra lo apalearon hasta bañarle la cabeza en sangre, y luego le untaron las heridas con miel para exponerle a los ardores del sol y a las picaduras de miles de insectos, desnudo y atado a una estaca. Allí permaneció un día entero, hasta que Reinaldo obtuvo lo que pretendía; el patriarca pagó aquella misma noche y se retiró a Jerusalén, donde la noticia de tal tratamiento suscitó la consiguiente indignación.
Poco le importaba eso a Reinaldo, que se preparaba para más altas empresas. En la primavera de 1156 y sin que hubiese mediado ninguna declaración de hostilidades, desembarcó súbitamente en Chipre, que pertenecía a los bizantinos. Fue una expedición de puro saqueo; los francos y los armenios recorrieron la isla de punta a punta, saquearon todas las casas, incendiaron los campos, cortaron narices y orejas a los sacerdotes, violaron a las mujeres y degollaron con sus sables a niños y ancianos. Por último, todos los chipriotas sobrevivientes fueron obligados a pagar un rescate. Al cabo de tres semanas, Reinaldo, cargado con un rico botín, abandonaba la isla.
En 1160 cayó prisionero en una de las abundantes escaramuzas de la época, fue arrojado a una mazmorra en Alepo y tuvo que aguardar allí quince años porque nadie quería pagar el rescate. Pero no termina aquí la historia del personaje; más tarde le hallaremos otra vez dedicado a sus menesteres habituales de saqueador de pacíficas caravanas. Y fueron las fechorías de Reinaldo de Châtillon las que finalmente motivaron la intervención del sultán Saladino.
Johannes LEHMANN, Las cruzadas, Martínez Roca, Barcelona, 1989.