A los veintitrés años Cheever escribió una novela, El eterno desafío, que fue rechazada por cuatro editoriales de Londres. Cheever, que por aquella época trabajaba de subdirector en un periódico de Brighton, mostró el original a tres o cuatro amigos, periodistas y críticos, todos los cuales, sin excepción, le dijeron con una brusquedad que a Cheever le recordó las cartas de los editores londinenses: "Los personajes no están vivos... Diálogos artificiosos... No se entiende de qué va... Ya que me pides que te sea franco, te diré que, en mi opinión, no lograrás que se publique aunque la revisaras cien veces... Olvídate de esta y comienza otra..."
Como hacen muchos escritores, Cheever se casó con una chica modosita cuya renta y cuya rendida admiración hacia su talento le permitieran a él vivir sin trabajar. Había imaginado que tras la publicación de la primera novela podría dejar el periódico y dedicarse a escribir narrativa y crítica literaria hasta terminar convirtiéndose en una pluma importante del Times o el Guardian, de modo que se puso fervorosamente a pensar en su segunda novela, resuelto a enmendar pasados errores y a no escribir una sola palabra antes de tener el plan perfectamente concebido. Pasaba diez horas diarias encerrado en su estudio, imaginando hasta el último detalle de El desbaratador de la partida, título que nadie más que él conocía. Se sabía de memoria capítulos enteros, pero escribir, lo que se dice escribir, sólo había escrito cosas del tipo "1877-1953", las fechas de nacimiento de los personajes. Nació su hijo. Pasaron doce meses. Si el libro ya estaba terminado y corregido, ¿para qué escribirlo? ¿No sería mejor empezar el siguiente?
Cuando terminó la tercera novela, su hijo Everett Junior ya tenía cinco años. A los doce años el niño era consciente de que su padre había escrito seis libros invisibles. A los quince se moría de vergüenza cada vez que tenía que decirle a algún amigo que su padre era escritor, pues no había libros que mostrar ni reseñas de las que presumir. No había nada de nada, aunque no por ello su padre no dejaba de tener una actividad frenética: terminaba una novela en su magín y enseguida se ponía a concebir la siguiente. Cuando Everett Junior entró en Oxford, su padre enseguida fue objeto de pitorreo cruel y protagonizó unas graciosas coplillas que iban de mano en mano por el campus. Pero la familia fue acostumbrándose a estas formas de rechazo social, nunca muy explícitas ni expresivas (al fin y al cabo vivían en Inglaterra), y asumieron con naturalidad que la vida de los escritores no siempre es un camino de rosas.
Cuando su padre agonizaba en el hospital por la dolencia cardiaca que pondría fin a su vida, Everett tenía treinta y ocho años y dos hijos adolescentes. Toda la familia, desde la madre hasta su mujer y sus hijos, había terminado por aceptar la extraña manera de escribir del autor de El huérfano y Vendrán los años peligrosos. Reunidos con lágrimas en los ojos junto al moribundo, lo recordaban entrañablemente en su escena característica, sentado ante la mesa de trabajo, canturreando, la mirada fija en los folios en blanco, sin parar de juguetear con la goma del lápiz. Creando.
En su lecho de muerte E. Taylor Cheever imaginaba su epitafio. Los demás tuvieron también que imaginarlo, pues el escritor no soltó prenda. Años más tarde toda la familia, viuda, hijo y nietos, todavía seguían lamentándose de que ni siquiera después de su muerte la obra del novelista hubiera disfrutado de la fama y el respeto que merecía.
Patricia HIGHSMITH, A merced del viento, Planeta, Barcelona, 1985.