A los treinta y dos años, bautismo de fuego. Toro Sentado defiende a los suyos ante un ataque de tropas enemigas.
A los treinta y siete, su nación indígena lo elige jefe.
A los cuarenta y uno, Toro Sentado se sienta. En plena batalla, a orillas del río Yellowstone, camina hacia los soldados que disparan y se sienta en el suelo. Enciende su pipa. Zumban las balas, como avispas. Él, inmóvil, fuma.
A los cuarenta y tres, se entera de que los blancos han encontrado oro en las Black Hills, en tierras reservadas a los indios, y han empezado la invasión.
A los cuarenta y cuatro, durante una larga danza ritual, tiene una visión: miles de soldados caen como saltamontes desde el cielo. Esa noche, un sueño le anuncia: Tu gente derrotará al enemigo.
A los cuarenta y cinco, su gente derrota al enemigo. Los sioux y los cheyennes, unidos, propinan tremenda paliza al general George Custer con todos sus soldados.
A los cincuenta y dos, tras unos años de exilio y cárcel, acepta leer un discurso de homenaje al tren del Pacífico Norte, que ha culminado la construcción de sus vías. Sobre el fin del discurso, hace a un lado los papeles y, encarando al público, dice:
—Los blancos son todos ladrones y mentirosos.
El intérprete traduce:
—Nosotros damos gracias a la Civilización.
El público aplaude.
A los cincuenta y cuatro, trabaja en el show de Buffalo Bill. En la arena del circo, Toro Sentado representa a Toro Sentado. Hollywood todavía no es Hollywood, pero ya la tragedia se repite como espectáculo.
A los cincuenta y cinco, un sueño le anuncia: Tu gente te matará.
A los cincuenta y nueve, su gente lo mata. Indios que visten uniforme policial traen orden de arresto. En el tiroteo, cae.
Eduardo GALEANO, Espejos. Una historia casi universal, Siglo XXI, Madrid, 2008.