Desde finales del siglo XIX hasta la década de 1970, las sociedades avanzadas de Occidente se volvieron cada vez menos desiguales. Gracias a la tributación progresiva, los subsidios del gobierno para los necesitados, la provisión de servicios sociales y garantías contra las situaciones de crisis, las democracias modernas se estaban desprendiendo de sus extremos de riqueza y pobreza.
En los últimos treinta años hemos arrojado todo esto por la borda, países como Reino Unido y Estados Unidos se han dedicado a desmontar décadas de legislación social y supervisión económica.
Las consecuencias están claras. La movilidad intergeneracional se ha interrumpido, los niños tienen muy pocas expectativas de mejorar la condición en la que nacieron. Los pobres siguen siendo pobres. La desventaja económica para la gran mayoría se traduce en mala salud, oportunidades educacionales perdidas y -cada vez más- los síntomas habituales de la depresión: alcoholismo, obesidad y delitos menores. Los desempleados o subempleados pierden las habilidades que hubieran adquirido y se vuelven superfluos crónicamente para la economía. Las consecuencias con frecuencia son la angustia y el estrés, por no mencionar las enfermedades y la muerte prematura.
Tony JUDT, Algo va mal, Taurus, Madrid, 2011.