Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

martes, 31 de diciembre de 2013

CAVAFIS: Aunque sea con engaños

Aunque sea con engaños, que me ilusione ahora,
que no sienta el vacío de mi vida.
Tantas veces estuve tan cerca, 
pero, como me paralizaba, como me intimidé,
cerrada permaneció mi boca,
llorando dentro de mí el alma vacía,
hundidos en el duelo mis deseos.
Tantas veces estuve tan cerca
de tus ojos y de tus insinuantes labios,
del soñado, del amado cuerpo.
Tantas veces estuve tan cerca...

C.P. CAVAFIS, Antología poética, Alianza Editorial, Madrid, 1999.

domingo, 29 de diciembre de 2013

GARCÍA MONTERO: Aunque tú no lo sepas

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.

Así he vivido yo,
como la luz de un sueño
que no recuerdas cuando te despiertas.

Luis GARCÍA MONTERO, Habitaciones separadas, Visor, Madrid, 1994.

THURBER: La vida secreta de Walter Mitty

 

"¡Estamos pasando!” La voz del comandante se oía como cuando se quiebra una capa delgada de hielo. Llevaba el uniforme de gala, con la gorra blanca cubierta de bordados de oro, inclinada con cierta malicia sobre uno de sus fríos ojos grises. “No lo lograremos, señor. Según mi opinión está por desencadenarse un huracán”. “No le estoy pidiendo su opinión, teniente Berg ‑dijo el comandante‑. ¡Ponga en marcha el generador de luz a 8500 revoluciones! ¡Vamos a pasar!” El golpeteo de los cilindros aumentó: tá‑poquetá‑poquetápoquetá‑poquetá‑poquetá. El comandante observó la formación del hielo sobre la ventanilla del piloto. Dio unos pasos y manipuló una hilera de complicados cuadrantes. “¡Conéctese el motor auxiliar número 8!”, gritó. “¡Conéctese el motor auxiliar número 8!”, repitió el teniente Berg. “¡Dotación completa en la torrecilla número 3’, gritó el comandante. “¡Dotación completa en la torrecilla número 3!” Los tripulantes atareados en el desempeño de sus respectivos trabajos, dentro del gigantesco hidroplano de ocho motores de la Armada, con sonrisa aprobatoria se decían entre sí: “¡El viejo nos hará pasar! ¡Ese viejo no le tiene miedo ni al diablo ... !”

‑¡No tan aprisa! ¡Estás manejando demasiado aprisa! ‑dijo la señora Mitty‑. ¿Por qué vamos tan aprisa?

‑¿Qué?‑, dijo Walter Mitty.

Con un extraño asombro miró a su mujer que estaba sentada al lado de él. Le hizo el efecto de ser una mujer desconocida que le hubiera gritado en medio de una multitud.

‑Íbamos a cien kilómetros –dijo-. ­Sabes bien que no me gusta correr a más de sesenta. Sí, ¡llegaste a cien!

Walter Mitty siguió conduciendo el coche hacia Waterbury, en silencio, alejándose el rugido del SN202 a través de la peor tormenta que había experimentado durante sus veinte años de vuelos al servicio de la Armada en las íntimas y remotas rutas aéreas de su imaginación.

‑Te encuentras de nuevo sufriendo una tensión ‑dijo la señora Mitty‑ Es uno de tus días. Quisiera que el doctor Renshaw te hiciera un examen.

Walter Mitty detuvo el coche frente al edificio adonde su esposa iba para que le arreglaran el peinado.

‑No te olvides de comprar los zapatos de goma, mientras me peinan ‑dijo ella.

‑No necesito zapatos de goma ‑dijo Mitty.

Ella colocó el espejito de nuevo en su bolsa de mano.

‑Ya hemos discutido eso ‑dijo apeándose del coche‑. Ya no eres joven.

Él aceleró el motor unos instantes.

‑¿Por qué no llevás puestos los guantes? ¿Acaso los perdiste?

Walter Mitty se llevó la mano a un bolsillo y sacó de él los guantes. Se Ios puso, pero tan pronto como ella volvió la espalda y entró al edificio, y después de llegar a una luz roja, se los quitó.

‑¡Dése prisa! ‑le gritó un policía cuando cambió la luz.

Mitty se puso de nuevo los guantes y reanudó la marcha. Anduvo recorriendo calles sin rumbo fijo, y luego se encaminó hacia el aparcamiento, cruzando de paso frente al hospital.

“... es el banquero millonario, WeIlington McMillan, dijo la linda enfermera. “¿Sí?”, preguntó Mitty, mientras se quitaba lentamente los guantes. “¿A cargo de quién está el caso?” “Del doctor Renshaw y del doctor Bendow, pero hay también dos especialistas aquí, el doctor Remington de Nueva York, y el doctor Pritchard‑Mitford de Londres, que hizo el viaje en avión.” Se abrió una puerta que daba acceso a un corredor largo y frío, en el que apareció el doctor Renshaw. Parecía aturdido y trasnochado. “¡Hola, Mitty! ‑le dijo‑. Estamos pasando las de Caín con McMillan, el banquero millonario que es un íntimo amigo de Roosevelt. Obstreosis del área conductiva. Una operación terciaria. Ojalá que usted quisiera verlo”. “Con mucho gusto”, dijo Mitty. En la sala de operaciones se hicieron las presentaciones en voz baja: “El doctor Remington, el doctor Mitty. El doctor Pritchard‑Mitford, el doctor Walter Mitty”. “He leído su libro sobre estreptotricosis ‑dijo Pitchard‑Mitford, estrechándole la mano‑ Un trabajo magnífico”. “Gracias”, dijo Walter Mitty. No sabía que estuviere usted aquí, Mitty ‑murmuró Remington‑, llevar bonetes a Roma; eso fue lo que hicieron al traernos a Mitford y a mí para esta operación terciaria”. “Es usted muy bondadoso”, dijo Mitty. En aquel momento, una máquina enorme y complicada conectada con la mesa de operaciones, con muchos tubos y alambres, comenzó a hacer un ruido: poquetá‑poquetá‑poquetá. “¡El nuevo anestesiador está fallando! ‑exclamó un interno del hospital‑. ¡No hay aquí quién sepa componer este aparato!” “¡Calma, hombre!”, dijo Mitty, en voz baja y serena, y en un momento se colocó frente a la máquina, que seguía haciendo en forma irregular poquetá‑poquetá‑cuip. Comenzó a mover con suavidad una serie de llaves brillantes. “¡Dénme una estilográfica!”, dijo secamente. Alguien le entregó una pluma estilográfica. Sacó entonces un émbolo defectuoso, y en su lugar insertó la pluma. “Esto resistirá unos diez minutos ‑dijo‑. Prosigan la operación.” Una enfermera se acercó y dijo algo al oído de Renshaw, y Mitty pudo ver que el hombre palidecía. “Ha aparecido la coreapsis ‑dijo Renshaw, muy nervioso‑. ¿Quisiera usted intervenir, Mitty?” Mitty se les quedó mirando a él y al atemorizado Bendow, y fijó luego la vista en los rostros austeros y llenos de incertidumbre de los dos grandes especialistas. “Si ustedes lo desean”, dijo. Le pusieron una túnica blanca y él mismo se ajustó una máscara y se puso los guantes de cirugía que le presentaban las enfermeras.

‑¡Atrás, Mac, atrás! ‑dijo el encargado del aparcamiento‑ ¡Cuidado con ese Buick!

Walter Mitty aplicó los frenos.

‑No, por ahí ‑continuó el encargado.

Mitty murmuró algo ininteligible.

‑Déjelo donde está. Yo lo colocaré debidamente ‑dijo el aparcacoches.

Mitty se apeó del coche.

‑¡Pero déjeme la llave!.

‑Sí, sí ‑dijo Mitty y entregó la llave del motor.

El aparcacoches saltó al coche, lo hizo retroceder con insolente habilidad y lo colocó luego en el lugar debido.

Son gente demasiado orgullosa, pensó Walter Mitty mientras caminaba por la calle Main; creen que lo saben todo. Una vez, a la salida de New Milford, había tratado de quitar las cadenas antideslizantes de las ruedas y las enredó en los ejes. Hubo necesidad de llamar a una grúa para que el mecánico desenredara las cadenas. Desde entonces, cuando se trataba de quitar las cadenas la señora Mitty le obligaba a llevar el coche a un taller para que efectuaran esa sencillísima operación. La próxima vez, pensó Mitty, me pondré un brazo en cabestrillo y entonces no se reirán de mí, pues verán así que me era imposible quitar yo mismo las cadenas. Pisó con disgusto la nieve fangosa en la acera. “Zapatos de goma”, se dijo, y se puso a buscar una zapatería.

Cuando salió de nuevo a la calle ya con los zapatos de goma dentro de una caja que llevaba debajo del brazo, Walter Mitty comenzó a preguntarse qué otra cosa le había encargado su mujer. Le había dicho algo dos veces, antes de que salieran de su casa rumbo a Waterbury. En cierto modo, odiaba esas visitas semanales a la ciudad; siempre le salía algo mal. ¿Kleenex, pasta dentífrica, hojas de afeitar?, pensó. No. ¿Cepillo de dientes, bicarbonato, carborundo iniciativa o plebiscito? Se dio por vencido. Pero ella seguramente se acordaría. “¿Dónde está la cosa esa que te encargué? —le preguntaría—. No me digas que te olvidaste de la cosa esa?” En aquel momento pasó un muchacho voceando algo acerca del juicio de Waterbury.

“... tal vez ésta le refrescará la memoria. El fiscal, súbitamente presentó una pesada pistola automática al ocupante del banquillo de los testigos. “¿Ha visto usted esto antes, alguna vez?” Walter Mitty tomó la pistola y la examinó con aire de conocedor. “Esta es mi Webley‑Vickers 50.80”, dijo con calma. Un murmullo que denotaba agitación general se dejó oír en la sala de la audiencia. El juez impuso el silencio dando golpes con el mazo. “Es usted un magnífico tirador con toda clase de armas de fuego, ¿verdad?”, dijo el fiscal con tono insinuante. “¡Objeto la pregunta!, gritó el defensor de Mitty‑ Hemos probado que el acusado no pudo haber hecho el disparo. Hemos probado que la noche del 14 de julio llevaba el brazo derecho en cabestrillo.” Walter Mitty levantó la mano como para imponer silencio y los abogados de una y otra parte se quedaron perplejos. “Con cualquier marca de pistola pude haber matado a Gregory Fitzhurst a cien metros de distancia, usando mi mano izquierda.” Se desencadenó un pandemónium en la sala del tribunal. El alarido de una mujer se impuso sobre todas las voces y, de pronto, una mujer joven y bonita se arrojó en los brazos de Walter Mitty. El fiscal la golpeó de una manera brutal. Sin levantarse siquiera de su asiento, Mitty descargó un puñetazo en la extremidad de la barba del hombre. “¡Miserable perro!”

‑Bizcocho para cachorro ‑dijo Walter Mitty.

Detuvo el paso, y los edificios de Waterbury parecieron surgir de entre la niebla de la sala de audiencias, y lo rodearon nuevamente. Una mujer que pasaba por ahí se echó a reír.

‑Dijo bizcocho para cachorro ‑explicó a su acompañante‑. Ese hombre iba diciendo bizcocho para cachorro, hablando solo.

Walter Mitty siguió su camino de prisa. Fue a una tienda de la cadena de A and P, pero no entró en la primera por donde pasó, sino en otra más pequeña que estaba calle arriba.

‑Quiero bizcocho para perritos muy chicos ‑dijo al dependiente.

‑¿De alguna marca especial, señor?

El mejor tirador de pistola de todo el mundo pensó durante un momento.

‑Dice en la caja bizcocho para cachorro ‑dijo Walter Mitty.

Su mujer ya debía haber terminado en el salón de belleza, o tardaría tal vez otros quince minutos, pensó Mitty consultando su reloj, a menos que hubiera tenido dificultades para teñirse como le había ocurrido algunas veces.

No le agradaba llegar al hotel antes que él; deseaba que le aguardara allí como de costumbre. Encontró un gran sillón de cuero en el vestíbulo, frente a una ventana, y puso los zapatos de goma y el bizcocho para cachorro en el suelo, a su lado. Tomó un ejemplar atrasado de la revista Liberty y se acomodó en el sillón. “¿Puede Alemania conquistar el mundo por el aire?” Walter Mitty vio las ilustraciones del artículo, que eran de aviones de bombardeo y de calles arruinadas.

“... El cañoneo le ha quitado el conocimiento al joven Raleigh, señor”, dijo el sargento. El capitán Mitty alzó la vista, apartándose de los ojos el pelo alborotado. “Llévenlo a la cama con los otros ‑dijo con tono de fatiga‑. Yo volaré solo.” “Pero no puede usted hacerlo, señor ‑dijo el sargento con ansiedad‑. Se necesitan dos hombres para manejar ese bombardero y los hunos están sembrando el espacio con proyectiles. La escuadrilla de Von Richtman se encuentra entre este lugar y Saulier”. “Alguien tiene que llegar a esos depósitos de municiones ‑dijo Mitty‑. Voy a ir yo. ¿Un trago de coñac?” Sirvió una copa para el sargento y otra para él. La guerra tronaba y aullaba en torno de la cueva protectora y golpeaba la puerta. La madera estaba desbaratándose y las astillas volaban por todas partes dentro del cuarto, “Una migajita del final”, dijo el capitán Mitty negligentemente. “El fuego se está aproximando”, dijo el sargento. “Sólo vivimos una vez, sargento ‑dijo Mitty con su sonrisa lánguida y fugaz‑. ¿O acaso no es así?” Se sirvió otra copa, que apuró de un trago. “Nunca había visto a nadie que tomara su coñac como usted, señor ‑dijo el sargento‑ Perdone que lo diga, señor. “ El capitán Mitty se puso de pie y fijó la correa de su automática Webley‑Vickers. “Son cuarenta kilómetros a través de un verdadero infierno, señor”, dijo el sargento. Mitty tomó su último coñac. “Después de todo ‑dijo‑, ¿dónde no hay infierno?” El rugido de los cañones aumentó; se oía también el rat‑tat‑tat de las ametralladoras, y desde un lugar distante llegaba ya el paquetá‑paquetá‑paquetá de los nuevos lanzallamas. Walter Mitty llegó a la puerta del refugio protector tarareando Auprés de Ma Blonde. Se volvió para despedirse del sargento con un ademán, diciéndole: “¡Animo, sargento ... !”

Sintió que le tocaban un hombro.

‑Te he estado buscando por todo el hotel ‑dijo la señora Mitty‑ ¿Por qué se te ocurrió esconderte en este viejo sillón? ¿Cómo esperabas que pudiera dar contigo?

 ‑Las cosas empeoran ‑dijo Mitty con voz vaga.

‑¿Qué? ‑exclamó la señora Mitty‑. ¿Conseguiste lo que te encargué? ¿Los bizcochos para el cachorro? ¿Qué hay en esa caja?

‑Los zapatos de goma ‑dijo Mitty.

‑¿No pudiste habértelos puesto en la zapatería?

‑Estaba pensando ‑dijo Walter Mitty‑. ¿No se te ha llegado a ocurrir que yo también pienso a veces?

Ella se le quedó mirando.

‑Lo que voy a hacer es tomarte la temperatura tan pronto como lleguemos a casa ‑dijo.

Salieron por la puerta giratoria, que produce un chirrido débilmente burlón cuando se la empuja. Había que caminar dos calles hasta el parque. En la droguería de la esquina le dijo ella:

‑Espérame aquí. Olvidé algo. Tardaré apenas un minuto.

Pero tardó más de un minuto. Walter Mitty encendió un cigarrillo. Comenzó a llover y el agua estaba mezclada con granizo. Se apoyó en la pared de la droguería, fumando. Apoyó los hombros y juntó los talones. “¡Al diablo con el pañuelo!”, dijo Walter Mitty con tono desdeñoso. Dio una última fumada y arrojó lejos el cigarrillo. Entonces, con esa sonrisa leve y fugaz jugueteando en sus labios, se enfrentó al pelotón de fusilamiento; erguido e inmóvil, altivo y desdeñoso, Walter Mitty, el Invencible, inescrutable hasta el fin.

James THURBER, La vida secreta de Walter Mitty.

jueves, 26 de diciembre de 2013


I've been thinking about you a lot


I believe that about you.... I've been thinking about you a lot.... It's crazy.... In my car, lying in bed.... I've just never gone out with someone like you....With all the others there was so much to hide.... I feel like I can tell you anything.

Big (1988).

viernes, 20 de diciembre de 2013

Un mal sueño del señor Scrooge


De repente abre los ojos. La vela que hay sobre la mesa se ha consumido y su despacho está a oscuras. Comprende que se ha dejado vencer por el cansancio. Después de que se fuera el escribiente, se había puesto a revisar unas cuentas. Ha tenido un sueño… tan absurdo. Por unos instantes permanece sentado, reflexionando.

Por fin se levanta y, a pesar de que no se ve nada, se mueve por la oficina con habilidad. Busca a tientas el gabán y se lo coloca. Cuando sale a la calle, el frío aire nocturno le termina de despertar.

Mientras camina en dirección de la taberna donde suele cenar no puede dejar de pensar en todo lo que ha ocurrido: la visita de su estúpido sobrino y la discusión con el escribiente. Y después el sueño. ¡Baf! ¡Tonterías! Marley sí que es feliz: consiguió librarse de todas las preocupaciones.

El tabernero, cuando le ve, lanza un gruñido.

–Creí que ya no vendría, señor Scrooge. ¿Lo de siempre?

Asiente sin decir nada. Advierte que la taberna está más vacía que otras noches. ¡Malditas fiestas!

jueves, 19 de diciembre de 2013

BORGES: Sólo tú eres, mi desventura y mi ventura

Lunas, marfiles, instrumentos, rosas,
lámparas y la línea de Durero,
las nueve cifras y el cambiante cero,
debo fingir que existen esas cosas.

Debo fingir que en el pasado fueron
Persépolis y Roma y que una arena
sutil midió la suerte de la almena
que los siglos de hierro deshicieron.

Debo fingir las armas y la pira
de la epopeya y los pesados mares
que roen de la tierra los pilares.

Debo fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo tú eres. Tú, mi desventura
y mi ventura, inagotable y pura.

Jorge Luis BORGES, El enamorado.

domingo, 15 de diciembre de 2013


OVIDIO: Quien resiste gana

Si no recibe tu carta y la devuelve sin leerla, confía en que la leerá más adelante y permanece firme en tu propósito. Con el tiempo los toros rebeldes acaban por someterse al yugo, con el tiempo el potro fogoso aprende a soportar el freno que reprime su ardor. El anillo de hierro se desgasta con el uso continuo y la punta de la reja se embota a fuerza de labrar asiduamente la tierra. ¿Qué más duro que la roca y más leve que la onda? Con todo, las aguas socavan las duras peñas. Persiste, y vencerás con el tiempo a la misma Penélope. Troya resistió muchos años, pero al fin cayó vencida. Si te lee y no quiere contestar, no la obligues a ello; procura solamente que siga leyendo tus ternezas, que ya responderá un día a lo que leyó con tanto gusto. Los favores llegarán por sus pasos en tiempo oportuno. Tal vez recibas una triste contestación, rogándote que ceses de solicitarla; ella teme lo que te ruega y desea que sigas en las instancias que te prohibe. No te descorazones, prosigue, y bien pronto verás satisfechos tus votos. En el ínterin, si tropiezas a tu amada tendida muellemente en la litera, acércate con disimulo a su lado, y a fin de que los oídos de curiosos indiscretos no penetren la intención de tus frases, como puedas revélale tu pasión en términos equívocos. Si se dirige al espacioso pórtico, debes acompañarla en su paseo, y ora has de precederla, ora seguirla de lejos, ya andar de prisa, ya caminar con lentitud. No tengas reparo en escurrirte entre la turba y pasar de una columna a otra para llegar a su lado.

OVIDIO, Arte de amar.

lunes, 9 de diciembre de 2013


MORÁN: Matar vuelve a ser divertido

Hay asuntos que exigen distancia. Por más que te golpeen el trigémino y no puedas borrarlos de la cabeza. Allí donde entra la muerte es menester un lenguaje de respeto; no exactamente frío sino medido, entre cerebral y sanguíneo. Si eres capaz. Donde reina la muerte se exige distancia. Ocurrió bien avanzado el mes de diciembre, cuando unos chavales creciditos de cuerpo y achicados del resto quemaron viva a una mendigo. Desde entonces llevo recogiendo los datos que puedo y jamás me he preguntado el por qué lo hicieron. Sólo me obsesiona el cómo, quizá porque explicando el proceder se hace innecesario buscar segundas o terceras lecturas, psicológicas o de sociología pedestre. Ricard Pinilla Barnes y Oriol Plana Simó, de 18 años, malos estudiantes del Instituto Menéndez Pelayo en la barcelonesa Vía Augusta, de familias asentadas del barrio Sarrià-Sant Gervasi iniciaron la noche del jueves 16 de diciembre una de sus prácticas habituales frente al tedio: montarles un pollo a los mendigos. Quizá porque los mendigos son más o menos como ellos: mientras unos viven de la pródiga paciencia familiar, una caridad que los mantiene en sus casas, cuando tenían que haberlos echado a la basura de la vida el mismo día que cumplieron la mayoría de edad, el mendigo profesional sobrevive de la caridad a secas. Las diferencias más notables entre el pijo de familia bien y el mendigo crónico del siglo XXI se reducen al olor que desprenden y a las razones por las que visitan las oficinas de La Caixa. Los mendigos huelen mal y pernoctan en los cajeros; los muchachos huelen a choto de marca y saben utilizar el cajero con la tarjeta amarilla que les avalaron sus padres. Hoy sabemos que entre los hábitos de diversión de estos chavales, y otros muchos que no aparecen en los papeles, estaba el embroncar a los mendigos. Según testimonios de otros muchachos, tanto Ricard Pinilla como Oriol Plana gustaban de orinar encima de los marginales del cartón y la manta mugrienta. Al parecer es una práctica que tiene su aquel. Si agredes a un marginal y le echas la meada, la gracia está en grabarlo con tu móvil y luego proyectarlo a los amigos y tomarse unas birras descojonándose al reconocerte; algo así como los invitados a las bodas con las viejas fotos de familia, pero en plan colega. Una colleja aquí y una patada en los cojones allá, y “pa morirse de la risa”. “Una gracia que te cagas”. Tenían querencia por el cajero de La Caixa en la calle Guillermo Tell, quizá por cercanía; el joven Ricard Pinilla es cliente y casi vecino de la sucursal. Con absoluta impunidad y sin preocuparles para nada que sus gestas quedaran grabadas en video, después de cenar y tomarse alguna copa hicieron ejercicio de dedos y patitas echándole viajes a la mendiga que practica allí su pernocta. Ella se llama María Rosario Endrinal Petit, tiene 51 años y el que parece ser el secreto mejor guardado es que trabajó como secretaria en La Caixa, la misma empresa en la que dormirá cada noche después de haberse desplomado el andamio de su vida, demasiado frágil para aguantar amores frustrados y alcoholes deleznables. (Pido disculpas por citar a La Caixa de manera neutral y sin los elogios de rigor, y más aún llamándola empresa, nombre común muy alejado de su importancia institucional, emancipatoria y cultural; prometo corregirme). Las cámaras muestran que los dos muchachos se tiran un buen rato agrediendo a Maria Rosario, tirándole primero una naranja, luego un cono de esos que ponen los de Tráfico, más tarde una botella vacía y hasta la tapa de una wáter. Para cagarse, nunca mejor dicho, de la risa que les entra. La noche es larga y se van de juerga porque ella puja y al final ha conseguido echar el cierre de seguridad para dormir tranquila. El destino es un hijo de puta que se disfraza de dios griego, porque de no ser así quién podría imaginar a esta malhadada mujer, una mujer que en el video conserva cierto aire de ajada belleza, porque quien tuvo retuvo, una melena rizada con vuelo, imagino que apestosa, un rostro grato y un gesto de dignidad dentro de la miseria más absoluta que es no tener nada habiendo rozado con uñas de gata la gloria postinera. No es piedad lo que siento por ella, porque piadoso no soy, es emoción de saber que ese rostro, apenas dibujado en un video torpe, tiene un halo de vida que se va a apagar definitivamente dentro de unas horas. Porque los chicos vuelven. Y se traen un socio, Juan José, un pringao quinceañero, de familia más humilde, al que reclutan porque comparten cibercafé. Los tres son adictos a la consola y el videojuego hasta el punto que se les conoce por sus motes, por los nicks.El pijo guaperas, rubianco y con bomber, y el aspecto arrogante que dan sus guantes de cuero con los dedos al aire, se hace llamar Vader, como el malote de La guerra de las galaxias. Los otros dos, más cutrillos, Chapa y Jumero, respectivamente. Como el nuevo no participó en la primera etapa de acoso y derribo, hace de rata para meterlos en la guarida y le da al cristal hasta despertar a la vieja – a sus 51 años y con una hija de 24 a la que ni ve ni quieren, porque la vida cuando se derrama ya no deja ni una gota para el sentimiento y porque los tangos son hermosos de cantar pero castigan el esternón cuando te los encuentras por la calle o en un cajero- y Maria Rosa se levanta y le abre al chico, que dice querer sacar pasta y aprovecha para pedirle al chaval un cigarrillo, por el despertar abrupto, se supone, y que por supuesto no le da. Juan José levantará el pestillo que va a abrir las puertas del infierno. Detengámonos un momento en la secuencia, porque se trata de una filmación en vivo, sangrante, más criminal que un video sobre la pena capital. Aquí todo es real y los actores no actúan sino que viven y les importa una higa que La Caixa les filme el culo o sus jetas. Entran cuando pasan de las 4 de la madrugada, exactamente 29 minutos y 45 segundos, y allí están – ¿haciendo qué?- hasta que al borde de las 5 de la mañana el pringao menor de edad mete una garrafa de disolvente, 25 litros, en la que llama la atención una advertencia para analfabetos: líquido inflamable. ¿De dónde lo sacaron? De unas obras vecinas, aseguran. Difícil, porque esas cosas no se dejan por ahí. Pero qué ocurre, y no nos han dejado ver, entre la entrada de esos energúmenos por segunda vez y la introducción del disolvente. Son 28 minutos y 28 segundos. Qué humillaciones, golpes, denuestos, torturas no le habrán hecho a esa pobre dipsómana desvalida, entregada al puto destino bajo la forma de tres criminales versión posmoderna, gente que ríe y que se aburre porque carece de imaginación cuando se apaga la consola. Y todo estalla de pronto cuando van a dar las 5 y el fuego, que nunca purifica nada, se lo lleva todo virando a rojo y negro, como una vieja bandera. María Rosa Endrinal Petit murió quemada a las nueve de la mañana del sábado, 17 de diciembre, en un hospital donde no pudieron hacer ya nada. Los muchachos se fueron a sus casas y tras cambiarse de ropa continuaron con su vida normal, o al menos eso que llamamos normal. Bastó repasar los videos del cajero para trincarles. Y entonces todo fueron sorpresas y perplejidades. Siguiendo el principio canalla que instituyó persona tan principal como Albert Camus, según el cual puesto en el dilema de escoger entre la verdad y su madre, siempre se decantaría a favor de su madre, los familiares empezaron el período de pálidas inquietudes, que es el paso previo a las dudas razonables y peldaño obligado para subir a la negación absoluta de los hechos. “¡Pobres criaturas, cómo iban a ser capaces de hacer una cosa así!”. “Unos tontos, eso es lo que son, unos tontos, que por culpa de la absenta y otros alcoholes malignos se volvieron tarumbas”. Lo expresó el padre culto y biendicho de uno de los verdugos, y sé de seguro que dentro de unas semanas se referirán, él y sus benditos abogados, al linchamiento mediático y a los juicios paralelos de los medios de comunicación. Luego las triquiñuelas del oficio de letrado bien remunerado, que empieza cuestionando el video y la garrafa de disolvente, y acaba culpando a la mendiga de haberles abierto la puerta incitándoles al crimen. “Se les fue la mano, a los muy tontos”. ¿Qué mano se les fue?, no lo precisan. Dentro de unos meses no se acordará nadie. Los niñatos saldrán y se harán buenos aunque sólo sea por el susto. Hace tres años y en una plaza de esta ciudad otros graciosos quemaron a un negro de Ghana y se murió asado; el único imputado salió libre por falta de pruebas. Hace otros tantos un puñado de siete gilipollas grabaron sus hazañas hasta hartarse dando mamporros a mendigos perdedores, la hez de una sociedad donde el triunfo se llama éxito y al éxito se dice triunfo, pero llegaron a un acuerdo y el asunto se resolvió entre caballeros, porque los padres somos generosos con quienes nos atienden los pelillos que van a la mar que es olvidar. Hubo un tiempo en que matar era divertido. En el circo romano sin ir más lejos. Los autos de fe de la Inquisición constituían auténticas fiestas, donde era de buen tono contemplar la atrocidad del dolor entre ágapes y bailes; espectáculos de diversión sobre materiales vivos. Las matanzas de la Guerra Civil, las sacas de las prisiones por uno y otro bando fueron festejadas por numerosos paisanos que jaleaban la barbarie entre risas y cantos. En la lucha contra el aburrimiento la primera condición para divertirse con la muerte de otro consiste en quitarle su condición de igual. Si no somos iguales estás en el derecho a divertirte a su costa, incluso al precio de la vida, porque al fin y a la postre, su vida es una mierda y no merece la pena entre dos bostezos.

Gregorio MORÁN, Matar vuelve a ser divertido.

La Vanguardia, sábado 14 de enero de 2006.

lunes, 2 de diciembre de 2013

FISAS: Hago la guerra a los vivos y no a los muertos


A la muerte de Lutero en 1546 los protestantes manifestaron frecuentemente su rebeldía contra la Iglesia. Carlos I de España, de acuerdo con el Papa y con su hermano Fernando, a quien había cedido los dominios hereditarios de Alemania, resolvió hacerles la guerra.

El 24 de abril de 1547 obtuvo el emperador español la victoria de Mühlberg —que inmortalizó Tiziano en su célebre cuadro hoy en el Museo del Prado de Madrid—. En ella hizo prisionero al príncipe elector de Sajonia, cuya vida ofreció a su esposa a cambio de la ciudad de Wittemberg, en cuya catedral o iglesia del castillo había clavado, años antes, Lutero sus célebres noventa y cinco tesis.

En la propia iglesia estaba enterrado Martin Lutero y el duque de Alba propuso a Carlos I que desenterrase el cadáver, lo quemase y aventase las cenizas, a lo que el emperador respondió:

—Dejémosle reposar: ya ha encontrado a su juez. Yo hago la guerra a los vivos y no a los muertos.

Carlos FISAS, Historias de la historia, Planeta, Barcelona, 1985.

domingo, 1 de diciembre de 2013

POSADAS: Baile feminista

Como las mujeres somos como somos, pronto surgieron los pequeños celos entre las embajadoras. Que si tú ya has bailado dos veces con la mujer de Brezhnev y yo ninguna, que si Valentina Tereshkova no me saca a bailar, que yo con ésta no quiero bailar porque es muy fea y me pisa y ese tipo de cosas, pero en general lo pasamos en grande. Lástima que me haya puesto estos zapatos nuevos tan lindos pero incómodos porque tengo los pies en la miseria. Aunque, claro, ¿quién hubiera podido prever que aquello iba a ser thé dansant feminista? La verdad es que acabó siendo casi más divertido que un baile con hombres, que siempre bailan tan mal y encima lo hacen como si aquello fuera un sacrificio espantoso. En las fiestas deberían quedarse sentados hablando de sus cosas y dejarnos a las mujeres que nos arreglemos entre nosotras. Todavía me río sola recordando la escena, no obstante, me pregunto: ¿por qué a mí no me habrá pedido el teléfono aquella generala tan simpática de setenta y tantos años, repleta de medallas y dientes de plata y a la embajadora de Honduras sí?

Carmen POSADAS, Gervasio POSADAS, Hoy caviar, mañana sardinas, RBA,Barcelona, 2008.