Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

miércoles, 31 de julio de 2013

DARWIN: Acontecimientos dolorosos

Mi padre era muy sensible, de modo que muchos pequeños sucesos le irritaban o apenaban considerablemente. En cierta ocasión le pregunté, cuando ya era anciano y no podía caminar, por qué no salía en coche para hacer ejercicio. Él me respondió: "Cualquier carretera que parta de Shrewsbury está asociada en mi mente a algún acontecimiento doloroso".

Charles DARWIN, Autobiografía, Alianza, Madrid, 1993.

viernes, 26 de julio de 2013

GUERRA: La presunción literaria de Semprún

El primero en llegar era siempre yo, seguido de Paco Fernández Ordóñez; un rato después aparecía inexorablemente el ministro de Cultura, Jorge Semprún. Cuando él llegaba estábamos enfrascados en una revisión de nuestras lecturas, dando nuestro criterio sobre novelas y personajes. Semprún siempre corroboraba lo que estábamos diciendo. Sabíamos de su calidad literaria, especialmente por la lectura de su magnífico Le grand voyage (El largo viaje), pero nos escamaba que en todo momento ratificase nuestras opiniones sin añadir nada más. Concebimos Paco y yo una broma que nos despejase la duda de si él verdaderamente había leído todo lo que comentábamos. Acordamos que a la siguiente sesión del consejo hablaríamos de una novela inexistente y ponderaríamos a un personaje de tal novela, por supuesto una invención. Él nos siguió la broma, había leído la novela, confirmaba nuestro criterio acerca del personaje. No podíamos aguantar de risa, pero le ahorramos la crueldad de colocarlo ante su presunción.

Alfonso GUERRA, Una página difícil de arrancar, Planeta, Barcelona, 2013.

jueves, 25 de julio de 2013

CROSS: Underlines

"He underlines.... We tend to underline all the visions that confirm our view of the world." 

Luther, Season 3, Episode 2 (2013).

martes, 23 de julio de 2013

RAMÓN: Los papeles de Baarcenas

"Al final la vida es resistir y que alguien te ayude." Brey, señor de Puerto Gaviota

Grafton hizo un gesto a la joven esclava myriense para que no le llenara la copa: no tenía ganas de beber. Se paseaba nervioso por la habitación. El rollizo eunuco pidió permiso para sentarse. Grafton le indicó que podía hacerlo: en esos momentos, el protocolo era la menor de sus preocupaciones.

–¿Has leído los papeles?

El eunuco se tomó un tiempo para responder. Saboreaba el vino. Tenía pocas aficiones, y una de ellas eran los buenos caldos. Aquel parecía bueno, a pesar de la gaviota grabada en la copa. En los años que llevaba sirviendo en Desembarco del Rey había bebido en copas marcadas con el escudo de casi todas las casas, y hacía mucho tiempo que había decidido que lo único importante era el vino. Y aquel era realmente exquisito.

–¿Son verdaderos? –preguntó el eunuco, que lanzó una mirada displicente a las hojas que había sobre la mesa.

–Desde luego. Él los escribió.

–Eso no es lo que os he preguntado. Yo puedo decirle al rey, si me interrogara, que no salí de la torre de la mano en todo el día y no contarle que me he encontrado con alguien de la Casa Grafton. Quiero decir, mi señor, que existen las verdades, las mentiras y lo que no contamos.

–Casi todo lo que contienen los papeles es verdadero, terriblemente verdadero. Tenemos que hacer algo con... el traidor.

El eunuco no pudo menos que sonreír: los Grafton evitaban pronunciar el nombre de Baarcenas, como si articular aquellas pocas sílabas equivaliera a lanzar una maldición capaz de llevar la ruina y la desolación a Desembarco del Rey o Puerto Gaviota. Últimamente, le llamaban el delincuente, el canalla. Incluso utilizaban epítetos más habituales en los callejones de Lecho de Pulgas que en la Fortaleza Roja.

–Olvidaos de Baarcenas. Los banqueros de Braavos han bloqueado todo su dinero. Nada se puede hacer por esa parte. Mientras continúe encerrado en Soto del Rey no será un problema.

–Seguirá escupiendo denuncias falsas, atosigándonos con sus insididas.

–Nadie le hará caso. Se cree, se creía muy listo, pero siempre he sido de la opinión de que sólo los estúpidos acaban en una mazmorra. No tiene dinero, ni poder: lo ha perdido todo. Cuando pasé unos meses en la cárcel acabará comprendiendo que un hombre solo no puede enfrentarse a una casa, a nosotros, los maestres. Llegarán otros problemas, una mala cosecha, una invasión, y la gente olvidará a Baarcenas.

–Nunca debimos confiar en él.

El eunuco permaneció callado: no estaba claro si él tenía que ser leal al Estado o la casa cuya bandera ondeaba en la torre de la mano. Por otra parte, Baarcenas nunca le había considerado tan importante como para entregarle dinero. Su interlocutor, empero, sí que había recibido unos cientos de dragones que valían menos, desde luego, que las preocupaciones que ahora le causaban.

–¿Y su mujer? ¿Qué vamos a hacer con su mujer?

El eunuco pensó que no casarse acababa teniendo sus ventajas.

–La encerraremos junto a las putas de Lecho de Pulgas.

–Dejad que os diga, mi señor, que para una dama la amenaza de la cárcel es casi tan temible como la propia cárcel.

–El mayor problema son los Tyrell. Quieren aprovecharse de la traición de Baarcenas hacia nuestra casa para recuperar el poder que tenían años atrás... Los Tyrell se están aliando con otras casas. Quieren acabar con nosotros.

–Sin duda.

–Sueñan con el momento en que su bandera floreada ondee de nuevo en la torre de la mano.

El eunuco se acercó la copa a los labios. Decididamente, aquel licor era delicioso: ¿de dónde procedería?

–No os engañéis –dijo el eunuco–. Los Tyrell perdieron el poder hace años y desde entonces se han debilitado más y más. Temen a los Grafton, pero más a la gente de las Montañas Rojas: siempre es mejor ser la segunda casa de Poniente que la cuarta o la quinta.

–Piensan que cuando acaben con nosotros podrán ocuparse de las otras casas.

–No, no, mi señor. Recordad la última vez que un Tyrell fue mano del rey. Tenía que discutir cada pequeño asunto con las casas aliadas. Os puedo asegurar que no era nada agradable tener tantas voces discrepantes en la mesa del consejo. Cada venado, cada estrella, cada centavo que había que gastar provocaba interminables discusiones. Los Tyrell quieren que la gente de Puerto Gaviota se siga debilitando, para quitarle el poder cuando llegue el momento, pero no antes, no antes. No quieren depender de las otras casas otra vez.

Grafton se asomó a la ventana. Un barco estaba abandonando el puerto  de Desembarco del Rey.

–¿Y si sacáramos a Baa… al delincuente de Soto del Rey?

–Sí, claro, ¿por qué no? Le dais unos cientos de lunas de plata y le invitáis a huir al otro lado del mar… No, son los Tyrell los que tratarán de sacar a Baarcenas de la cárcel. Les interesaría hacer creer que los Grafton lo han hecho. Sí, ha entregado al juez estas cuentas amañadas –dijo el eunuco lanzando los papeles al suelo–, pero no tiene nada más. Sólo queda él mismo. Y os puedo asegurar que, aunque Soto del Rey no es como otras prisiones, Baarcenas dejará allí su altivez, su arrogancia.

El eunuco se levantó trabajosamente. La entrevista había llegado a su fin.

–Una vez fui magistrado en Lecho de Pulgas. No es algo de lo que me enorgullezca, pero alguien como yo siempre tiene que servir al Estado allí donde se le requiera.

Grafton dio unos pasos para alejarse del eunuco. No le gustaban los de su clase, aunque trataba de disimularlo lo mejor posible. –¿Magistrado en Lecho de Pulgas? ¿Qué tiene que ver eso con el traidor?

–Me encontré con muchos delincuentes: manilargos, rateros, toda clase de ladrones. Uno de ellos trató de robarme este anillo. Le acabé perdonando porque me dio un consejo que siempre he seguido.

–¿Cuál es? –preguntó Grafton intrigado.

–Nunca hay que guardar todo el botín en el mismo agujero.

–¿Qué quiere decir eso?

–Muchas cosas. Desde luego, que Baarcenas nunca debió llevar todo su dinero a Braavos, pero también que los Grafton nunca debieron depositar toda su confianza en alguien como él. El eunuco apuró la copa de un sorbo. –Por cierto, ¿dónde habéis conseguido este vino ?

Francisco RAMÓN, Cuentos de los diecisiete reinos y de las dos ciudades semilibres.

domingo, 21 de julio de 2013

POWELL: Entremés de arenque ahumado

Lo único bueno que saqué de aquella casa es que allí inventé mi famoso entremés de arenque ahumado. Sucedió de una forma muy graciosa. Una mañana, para el desayuno, serví arenque ahumado, y la señora Bernard, que siempre desayunaba en la cama, no se comió el suyo. Cuando Ethel bajó la bandeja, yo lo cogí y lo tiré al cubo de los desperdicios. Pero cuando el señor Bernard bajó para darme las instrucciones para el día, dijo: «Cocinera, la señora quiere que le haga un entremés para la cena con el arenque que no se ha tomado en el desayuno». Se me cayó el alma a los pies. No me atreví a decir que lo había tirado, porque eso habría destrozado a la pareja, y no me parecía bien dejar a nadie destrozado por culpa de un arenque. Así que me limité a decir: «Sí, señor, de acuerdo». En cuanto se dio la vuelta, corrí al cubo de los desperdicios y pesqué el arenque. Estaba cubierto de hojas de té y de trocitos de cosas asquerosas. Así que abrí el grifo para enjuagarlo. La mala suerte quiso que en ese momento estuviera fregando, y el arenque se me cayó en una palangana de agua jabonosa. Volví a pescarlo y lo pasé otra vez bajo el grifo, olisqueándolo todo el rato para asegurarme de que no oliera a jabón. Al final, creí haberlo conseguido. Faltaba por saber si no iba a tener un regusto jabonoso. Yo, en todo caso, le saqué toda la carne y la machaqué bien en el mortero, y añadí salsa Escoffier. Esta salsa es fantástica para disfrazar el sabor de algo que no quieres que se note. Lo envié arriba con su guarnición y bien decorado, y para mi sorpresa la señora Bernard mandó abajo a la camarera con una felicitación: «Dígale a la cocinera que es el mejor entremés que he comido nunca». Yo pensé: «Chica, ya lo sabes. Si quieres sabor auténtico, empieza por revolver las cosas en el cubo de los desperdicios». 

Margaret POWELL, En el piso de abajo, Alba, Barcelona, 2013.

miércoles, 17 de julio de 2013

AGUIRRE ZIMERMAN: La utilidad de Dios

Ahora sí entiendo por qué los humanos tuvieron que inventarse un Dios. Desde hace varios días, y luego de ver lo que he visto y compartir la cotidianidad con quienes la he compartido, he llegado a la conclusión de que aquellos primeros hombres que habitaron el planeta no tuvieron otra opción que inventarse un Dios y un cielo para poder mirar siempre hacia adelante y soportar lo que tenían que soportar. 

No es que súbitamente me haya cogido un ataque de religiosidad sino que, por el contrario, en este momento puedo comprender con más claridad por qué los humanos (supuestos seres racionales) adoptan ideas tan absurdamente ilógicas y tan poco demostrables. Es muy fácil no creer cuando uno lo tiene todo: familia, agua, control sobre el cuerpo, control sobre el ánimo, control, aunque sea, sobre los hijos que parirá. Pero cuando uno no tiene nada, no le queda otra opción que soñar e inventarse cosas para creer que uno tiene por lo menos algo de control. Si no tengo cómo proteger a mis hijos, por lo menos puedo rezar para que alguien más lo haga. Pero es completamente lógico aferrarse a un supuesto ser superior cuando tu hijo sale por la noche a entrar las ovejas y se lo puede comer un lobo. 

Natalia AGUIRRE ZIMERMAN, 300 días en Afganistán, Anagrama, Barcelona, 2006.

lunes, 15 de julio de 2013


POWELL: Sencillamente, me marché y la dejé ahí

 

En uno de aquellos trabajos apenas duré una semana. Consistía en pasear a una vieja cascarrabias en silla de ruedas. Por su aristocrático modo de hablar debió de haber sido alguien tiempo atrás, pero lo único que conservaba de entonces era un viejo criado que cuidaba de ella, y una casa enorme. Mi trabajo consistía en ir allí por la mañana y ayudar a la señora a sentarse en su silla de ruedas. Créanme, con la toca, la esclavina y las botitas abotonadas, aquello no era moco de pavo, y encima, mientras yo lo hacía, ella no paraba de incordiarme. Una vez que conseguía instalarla cómodamente en la silla, tenía que llevarla de tiendas. A mí me tocaba entrar en los establecimientos y decir: «La señora Graham está fuera. ¿Tendría la amabilidad de salir para tomar su pedido?». ¿Se imaginan entrar hoy en una tienda y pedir al tendero que salga para tomar nota? Pero por aquel entonces, pese a que ella era más pobre que las ratas, con sus modales aristocráticos, los tenderos salían obsequiosos y solícitos para atenderla, y luego le mandaban todo lo que había pedido. 

Nada de lo que yo hiciera estaba bien para su gusto. O no la había colocado bien fuera de la tienda, o le daba el sol en los ojos, o yo le había dado en la espalda. 

Una mañana de un precioso día de verano me pidió que la llevara a pasear junto a la orilla del mar. Fuimos hasta el Muelle Oeste, que quedaba a unos dos kilómetros. Allí me pidió que colocara la silla de manera que el viento le diera por detrás y que, a la vez, pudiera seguir viendo a la gente. Tenía un día malísimo y se lo pasó entero quejándose, así que tuve que colocarla como seis veces y seguía estando mal. Al final, abandoné. No dije nada. Sencillamente, me marché y la dejé ahí. Nunca supe qué le pasó luego, ni cómo volvió a su casa, ni nada.

Margaret POWELL, En el piso de abajo, Alba, Barcelona, 2013.

viernes, 12 de julio de 2013


GOLDBERG: Seven rules for writing practice

Keep these in mind when you’re writing in your notebooks. 
1. Keep your hand moving 
2. Be specific 
3. Don’t think 
4. Lose control 
5. Don’t worry about spelling, punctuation, or grammar 
6. You are free to write the worst junk in America 
7. Go for the jugular (don’t be afraid to write about difficult things)

ROSÁN: Australopithecus australopitheci megantereon

Somos fuertes, ¿a que sí? Sólo los más fuertes lo logran, resolló. Los rugidos se escuchaban ahora más cerca. Sé que lo conseguiremos. No podrán alcanzarnos. Reanudó la carrera. Aproveché que me daba la espalda para coger un palo. Miré hacia atrás, pero la hierba ocultaba a nuestros perseguidores. Comencé a correr hasta alcanzarle. Luego, seguí corriendo y sólo cuando le escuché gritar me di cuenta de que seguía aferrando el palo. Lo dejé caer. El árbol estaba a unos pocos pasos. Los gritos continuaron durante un rato. Sí, es verdad que sólo los más fuertes lo logran.

miércoles, 10 de julio de 2013

AGUIRRE ZIMERMAN: El león y el comandante

El león del zoo de Kabul

Hace siete años cuando los mujaidines reinaban en Afganistán (eran unos comandantes súper atarvanes y bárbaros) uno de ellos se tomó a Kabul. Como prueba de su poderío, decidió ir al zoológico (que en realidad sólo tiene conejos y en ese entonces un león) y meterse a pelear a mano limpia con el único león de Afganistán. (Definitivamente los hombres se vuelven locos cuando tienen el poder). Este león era el orgullo de la ciudad porque era muy peludo y rugía muy duro. (A los afganos les encantan las muestras de poder). El pendejete se metió a la jaula sin armas y, como era de esperarse, el león lo mató de un zarpazo y casi se lo come. Lograron sacar el cadáver y al otro día un hermano del comandante, que había decidido vengarse del animal, se fue para el zoológico y le tiró una granada a la jaula. Afortunadamente no lo mató, pero le dañó la mandíbula. Los habitantes se pusieron muy tristes y llamaron a MSF para que lo atendiera. MSF puso todo su empeño en salvarlo y lo logró. Lastimosamente el león quedo un poco boquineto y cicatrizado y hace apenas dos años se murió de viejo. Son una leyenda en la ciudad: el león, por matar al comandante, y MSF, por salvar al león.

Natalia AGUIRRE ZIMERMAN, 300 días en Afganistán, Anagrama, Barcelona, 2006.

martes, 9 de julio de 2013

RAMÓN: El pospartido


Había sido una paliza: el Equipo Rojo había encajado tres goles y no había sido capaz de meter ninguno. Cuando el árbitro pitó el final, los jugadores arrastraron los pies hacia el área que habían estado defendiendo durante la segunda parte: allí esperarían el veredicto.

Los jugadores del Equipo Amarillo, por su parte, estaban exultantes: no se habían limitado a derrotar al hasta entonces equipo campeón, le habían vapuleado.

–¡AHORA COMENZARÁ LA VOTACIÓN DEL JUGADOR MÁS DECISIVO! –anunció en seis idiomas la megafonía del estadio.

Aolebra, lateral derecho del Equipo Rojo, era consciente de que no había hecho un buen partido, pero su misión había sido la más difícil: tratar de frenar a la estrella del Equipo Amarillo. Se dio cuenta de que sus compañeros le evitaban. Sí, él iba a ser uno de los chivos expiatorios. ¡Demonios, nadie hubiera sido esa noche capaz de frenar a Ramyen!

En los seis continentes, cientos de millones de espectadores estaban votando. Algunos lo harían tres, cuatro veces: querían asegurarse que ganara su jugador favorito, aunque esa noche el resultado estaba bastante claro. Ramyen sólo había hecho subir un tanto al marcador, pero había sido un golazo antológico. Sallisac no había podido hacer nada. Es lo que le estaba diciendo a Somar.

–Me dobló los dedos. Fue un trallazo, colega.

–Eso era imparable –decía Somar, que todavía le daba vueltas al penalti que había fallado.

–Y el primer gol… Tuvimos mala suerte. Derf se encontró con la pelota en el suelo y tuvo la suerte de empujarla.

Somar le puso la mano en el hombro a Sallisac.

–Vamos, ánimo. Hemos luchado durante todo el campeonato. La gente lo ha visto.

–¡YA SABEMOS QUIEN HA SIDO EL MEJOR JUGADOR DEL TORNEO! –anunció la megafonía.
Los jugadores se volvieron hacia el videomarcador–. ¡¡EL MEJOR JUGADOR HA SIDO… RAMYEN!!

Comenzaron a repetir el segundo gol, el que Ramyen marcó a dos minutos del final de la primera parte, el gol que acabó hundiendo al Equipo Rojo.

El delantero del Equipo Amarillo se dirigió al centro del campo y recogió el trofeo. Saludó al público. Desde el área del Equipo Rojo, Ivax sintió un nudo en el estómago. Él había obtenido ese trofeo en el anterior torneo, pero en éste no habían dejado de criticarle desde el primer partido. Hasta sintió un poco de temor por lo que pudiera ocurrir en la siguiente votación… No, imposible. Otros jugadores lo habían hecho peor: Aolebra, que había dejado un hueco tremendo en la banda derecha; Somar, empeñado en meter gol para impresionar a su novia; Sallisac, que ya no paraba nada; Serrot, el delantero que no metía goles; Euqip, que había sido expulsado; Ordep, que había fallado un gol cantado en el momento decisivo.

Aolebra contempló el trofeo que exhibía Ramyen. Quizá hubiera debido castigarle más los tobillos. Ohniroum, su anterior entrenador, le habría animado a hacerle faltas continuas a Ramyen.  Pero este Euqsobled… ¿Les había dicho que vigilaran las faltas?

–AHORA COMIENZA LA NOMINACIÓN DE LOS TRES PEORES JUGADORES –anunció la megafonía.

Los jugadores del Equipo Rojo se abrazaron, como era costumbre. Dejaron a Aolebra en uno de los extremos.

–Vamos, compañeros, que no lo hemos hecho tan mal –gritó Somar–. No lo hemos hecho tan mal.

El campo estalló en aplausos cuando salió la excavadora. Se dirigió hacia una de las pocas zonas libres del estadio: se llevaban celebrando partidos allí desde hacía más de sesenta años; pronto estaría lleno. Aolebra pensó por unos instantes que bajó sus pies se encontraban decenas de futbolistas ilustres. Jugadores que aparecían en todos los libros de historia.

–¡¡ATENCIÓN!! ¡¡ATENCIÓN!!

Los jugadores del Equipo Rojo sintieron un estremecimiento. La mayoría de ellos habían pasado por la misma situación en otras ocasiones, pero cada vez era tan terrible como la primera.

–LOS ESPECTADORES DE TODO EL MUNDO HAN VOTADO. LOS PEORES JUGADORES DE LA FINAL HAN SIDO… AOLEBRA…, SALLISAC Y… ATAM.

El campo estalló en un escándalo terrible: pitidos, gritos. Los jugadores que habían sido indultados se dirigieron rápidamente a la salida. Aolebra se dio cuenta de que sentía una cierta alegría: ¿creía Sallisac que se iba a librar? Siempre pensó que era un jugador sobrevalorado. Pero, ¿Atam? Le miró: el centrocampista parecía haber sufrido un ataque cataléptico.

Poco a poco, el estadio se fue quedando sin público. Apagaron casi todos los focos. En un extremo, después de que retiraran un trozo de césped, la excavadora había comenzado a sacar paletadas de tierra.

–Hemos hecho todo lo posible, colegas –dijo Sallisac–. Prefiero que me haya sucedido esto en una final que hemos perdido por mala suerte que en cualquier otro partido. Los once merecíamos estar aquí. Los once o ninguno.

Atam no estaba escuchando esas palabras de consuelo. No había parado de repetirse que había jugado como siempre, había jugado como siempre, había jugado como siempre.

–¿Están preparados? –preguntó una voz.

Sólo entonces Aolebra se dio cuenta de que no había marcha atrás. Tendría que haber machacado a faltas a ese maldito Raymen, haberle destrozado la rodilla.

–Vamos.

VELÁSQUEZ: Una buena reputación de gran tirador

La amistad con Daniel Ortega le facilita inmensamente el desarrollo de sus actividades. Tal es la relación con el jefe sandinista que, estando en una base militar junto con él e Iván Marino Ospina, Pablo les propuso dispararle a una botella, para ver quien tenía mejor puntería. Los dos hombres aceptaron el reto entre risas. Una botella fue colocada a 30 metros de distancia, en lo alto de un estacón de la alambrada de púas. Ortega le facilitó una pistola a Iván Marino, de un subalterno suyo. Le pidieron a Pablo que disparara primero; éste no se hizo rogar y sacó la suya que siempre lo acompañaba; dió en el blanco disparando con naturalidad. Una nueva botella se colocó; el turno fue para Ortega, errando su disparo; le siguió Iván Marino, quien igualmente no dio en el blanco. Los tres se miraron, una sonrisa de triunfo se dibujo en los labios de Pablo. Éste apunto de nuevo su arma a la botella y Ortega le dice: "¡Pablo no quede mal, no lo intente de nuevo que ya lo logró!" Iván Marino le da la razón a Ortega. El Patrón sin contestar nada, dispara, dando de nuevo en el blanco; esto le valió una buena reputación de gran tirador entre los dos líderes de izquierda.

Astrid LEGARDA, El verdadero Pablo,  Dipon/Gato Azul, Bogotá, 2005.

viernes, 5 de julio de 2013


ECHEGARAY: Plácido

Escena primera

PLÁCIDO, en la puerta, mirando hacia fuera. 

PLÁCIDO.-Sí, la puesta del sol es muy hermosa, ¡admirable! ¡La Naturaleza ama el lujo..., ¡como yo! Pero ella es rica, puede derrochar tesoros. ¡Yo soy pobre, mis tesoros son éstos! (Viniendo al interior.) Paredes enyesadas y sucias. Muebles que se deshacen en polilla. Una mesa que vino en línea recta de aquel pinar. Y para alumbrarnos esta noche, un cabo de vela: hay que economizarlo; que si no, nos quedamos a oscuras. ¡Oh sol, párate y sigue alumbrando, que me quedo sin palmatoria! (Ríe con risa forzada. Va a sentarse, el mueble cruje y él se levanta.) ¡No puedo sentarme, que me quedo sin muebles! ¡Oh! Pero, en cambio, mi reja es un jardín. Lo cuida Blanca. ¡Qué linda es, y qué buena! ¿Y para qué le sirve la bondad? Para traerme esas flores, que siempre están asomadas a la ventana como queriendo volverse al campo. ¿Y para qué le sirve su hermosura, envuelta en miserables trapos de campesina pobre? En Madrid, ya sería otra cosa. ¡Madrid! ¡Oh! Si yo fuera muy rico, me la llevaría a Madrid..., sí, Blanca conmigo..., y después la pasearía en triunfo por Europa. Pero ahora, lindamente ataviada, está para pasearla en triunfo. ¡A la vaquería o al corral! ¡Cuando más, a la era! ¡Aunque se rompa! (Dejándose caer en el sofá.) Estoy cansado. Cansado porque no lucho; pero no lucharé. Yo he de subir: no sé cómo, como pueda... ¡Arriba, como pueda! Bien a bien, o mal a mal. Hola, ¿quién es? 

José de ECHEGARAY, A fuerza de arrastrarse.

lunes, 1 de julio de 2013

GARCÍA: Líbranos de la maleza


La maleza es el equivalente floral en América a la grasa corporal, a los actos inmorales, a la pereza, a la desidia, a la mentira e incluso a la pobreza, que todavía arrastra algún estigma en estos lares como plasmación material de las carencias espirituales. Algo que hay que erradicar de raíz en el sentido más literal del término y para lo que no hay excusas físicas, económicas o geográficas en el caso de que tu jardín se halle en una intersección o en primera línea.

Si tienes maleza, los vecinos por primera vez se involucrarán en tu vida y cuestionarán tus hábitos, tu personalidad y moralidad.

He conocido personas que por sus creencias o desconfianza en el sistema, no vacunan a sus hijos y no sufren el mismo rechazo que aquellos que dejan la maleza crecer en su propiedad. En el siglo XXI, contagiar la maleza se considera un mal peor que la tuberculosis, la difteria o incluso la obesidad por las que nadie te critica.

De todas las guerras que libran los norteamericanos en el mundo, la peor y la que afecta más la vida de las gentes pasa dentro de casa. Es la guerra contra la mala hierba, más en el sentido literal que figurado.

César GARCÍA, La obsesión por la maleza.