Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

martes, 23 de julio de 2013

RAMÓN: Los papeles de Baarcenas

"Al final la vida es resistir y que alguien te ayude." Brey, señor de Puerto Gaviota

Grafton hizo un gesto a la joven esclava myriense para que no le llenara la copa: no tenía ganas de beber. Se paseaba nervioso por la habitación. El rollizo eunuco pidió permiso para sentarse. Grafton le indicó que podía hacerlo: en esos momentos, el protocolo era la menor de sus preocupaciones.

–¿Has leído los papeles?

El eunuco se tomó un tiempo para responder. Saboreaba el vino. Tenía pocas aficiones, y una de ellas eran los buenos caldos. Aquel parecía bueno, a pesar de la gaviota grabada en la copa. En los años que llevaba sirviendo en Desembarco del Rey había bebido en copas marcadas con el escudo de casi todas las casas, y hacía mucho tiempo que había decidido que lo único importante era el vino. Y aquel era realmente exquisito.

–¿Son verdaderos? –preguntó el eunuco, que lanzó una mirada displicente a las hojas que había sobre la mesa.

–Desde luego. Él los escribió.

–Eso no es lo que os he preguntado. Yo puedo decirle al rey, si me interrogara, que no salí de la torre de la mano en todo el día y no contarle que me he encontrado con alguien de la Casa Grafton. Quiero decir, mi señor, que existen las verdades, las mentiras y lo que no contamos.

–Casi todo lo que contienen los papeles es verdadero, terriblemente verdadero. Tenemos que hacer algo con... el traidor.

El eunuco no pudo menos que sonreír: los Grafton evitaban pronunciar el nombre de Baarcenas, como si articular aquellas pocas sílabas equivaliera a lanzar una maldición capaz de llevar la ruina y la desolación a Desembarco del Rey o Puerto Gaviota. Últimamente, le llamaban el delincuente, el canalla. Incluso utilizaban epítetos más habituales en los callejones de Lecho de Pulgas que en la Fortaleza Roja.

–Olvidaos de Baarcenas. Los banqueros de Braavos han bloqueado todo su dinero. Nada se puede hacer por esa parte. Mientras continúe encerrado en Soto del Rey no será un problema.

–Seguirá escupiendo denuncias falsas, atosigándonos con sus insididas.

–Nadie le hará caso. Se cree, se creía muy listo, pero siempre he sido de la opinión de que sólo los estúpidos acaban en una mazmorra. No tiene dinero, ni poder: lo ha perdido todo. Cuando pasé unos meses en la cárcel acabará comprendiendo que un hombre solo no puede enfrentarse a una casa, a nosotros, los maestres. Llegarán otros problemas, una mala cosecha, una invasión, y la gente olvidará a Baarcenas.

–Nunca debimos confiar en él.

El eunuco permaneció callado: no estaba claro si él tenía que ser leal al Estado o la casa cuya bandera ondeaba en la torre de la mano. Por otra parte, Baarcenas nunca le había considerado tan importante como para entregarle dinero. Su interlocutor, empero, sí que había recibido unos cientos de dragones que valían menos, desde luego, que las preocupaciones que ahora le causaban.

–¿Y su mujer? ¿Qué vamos a hacer con su mujer?

El eunuco pensó que no casarse acababa teniendo sus ventajas.

–La encerraremos junto a las putas de Lecho de Pulgas.

–Dejad que os diga, mi señor, que para una dama la amenaza de la cárcel es casi tan temible como la propia cárcel.

–El mayor problema son los Tyrell. Quieren aprovecharse de la traición de Baarcenas hacia nuestra casa para recuperar el poder que tenían años atrás... Los Tyrell se están aliando con otras casas. Quieren acabar con nosotros.

–Sin duda.

–Sueñan con el momento en que su bandera floreada ondee de nuevo en la torre de la mano.

El eunuco se acercó la copa a los labios. Decididamente, aquel licor era delicioso: ¿de dónde procedería?

–No os engañéis –dijo el eunuco–. Los Tyrell perdieron el poder hace años y desde entonces se han debilitado más y más. Temen a los Grafton, pero más a la gente de las Montañas Rojas: siempre es mejor ser la segunda casa de Poniente que la cuarta o la quinta.

–Piensan que cuando acaben con nosotros podrán ocuparse de las otras casas.

–No, no, mi señor. Recordad la última vez que un Tyrell fue mano del rey. Tenía que discutir cada pequeño asunto con las casas aliadas. Os puedo asegurar que no era nada agradable tener tantas voces discrepantes en la mesa del consejo. Cada venado, cada estrella, cada centavo que había que gastar provocaba interminables discusiones. Los Tyrell quieren que la gente de Puerto Gaviota se siga debilitando, para quitarle el poder cuando llegue el momento, pero no antes, no antes. No quieren depender de las otras casas otra vez.

Grafton se asomó a la ventana. Un barco estaba abandonando el puerto  de Desembarco del Rey.

–¿Y si sacáramos a Baa… al delincuente de Soto del Rey?

–Sí, claro, ¿por qué no? Le dais unos cientos de lunas de plata y le invitáis a huir al otro lado del mar… No, son los Tyrell los que tratarán de sacar a Baarcenas de la cárcel. Les interesaría hacer creer que los Grafton lo han hecho. Sí, ha entregado al juez estas cuentas amañadas –dijo el eunuco lanzando los papeles al suelo–, pero no tiene nada más. Sólo queda él mismo. Y os puedo asegurar que, aunque Soto del Rey no es como otras prisiones, Baarcenas dejará allí su altivez, su arrogancia.

El eunuco se levantó trabajosamente. La entrevista había llegado a su fin.

–Una vez fui magistrado en Lecho de Pulgas. No es algo de lo que me enorgullezca, pero alguien como yo siempre tiene que servir al Estado allí donde se le requiera.

Grafton dio unos pasos para alejarse del eunuco. No le gustaban los de su clase, aunque trataba de disimularlo lo mejor posible. –¿Magistrado en Lecho de Pulgas? ¿Qué tiene que ver eso con el traidor?

–Me encontré con muchos delincuentes: manilargos, rateros, toda clase de ladrones. Uno de ellos trató de robarme este anillo. Le acabé perdonando porque me dio un consejo que siempre he seguido.

–¿Cuál es? –preguntó Grafton intrigado.

–Nunca hay que guardar todo el botín en el mismo agujero.

–¿Qué quiere decir eso?

–Muchas cosas. Desde luego, que Baarcenas nunca debió llevar todo su dinero a Braavos, pero también que los Grafton nunca debieron depositar toda su confianza en alguien como él. El eunuco apuró la copa de un sorbo. –Por cierto, ¿dónde habéis conseguido este vino ?

Francisco RAMÓN, Cuentos de los diecisiete reinos y de las dos ciudades semilibres.