Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

martes, 31 de enero de 2012

ROMERO: La cabeza de la leona



–¿Necesita la escupidera?
–Sí, por favor. ¿No le importa?
–¿Le ayudo?
–No. Ya puedo yo.
–¿Qué es lo que hay debajo de la cama?
–¿Debajo de la cama?
–Sí, aquí debajo. Hay una piedra.
–Ah, ¿la piedra?
–La trajo el otro día ese gitano amigo suyo.
–No es nada. Olvídese de esa piedra.
–¿Qué es? Parece la cabeza de un animal.

CHRISTIE: Caso Etherington

Leonard Etherington. Hábitos desagradables: ingería drogas y también bebía. Un personaje muy peculiar. Un sádico. Esposa joven y atractiva, Desesperadamente desgraciada por su causa. Etherington murió por haber comido alimentos envenenados. El médico receló algo anormal. La autopsia reveló que era un caso de envenenamiento por arsénico. Un suministro de herbicida en la casa, sustancia adquirida largo tiempo antes. La señora Etherington fue detenida, siendo acusada como autora de la muerte de su marido. Recientemente, había trabado amistad con un hombre del Servicio Civil que regresaba a la India. No hay sugerencias de una infidelidad real, pero sí existen pruebas de haber simpatizado los dos mutuamente. El joven se había comprometido con una chica. Hay dudas sobre si la carta en que se refería a la señora Etherington tal hecho fue recibida por ella después o antes de la muerte de su marido. Ella asegura que antes. Las pruebas contra la mujer son circunstanciales; no hay ningún otro sospechoso probable; accidente extraño. Suscita grandes simpatías durante el juicio a causa del carácter de su marido y del mal trato de que éste la había hecho objeto. El resumen del caso hecho por el juez tendió a favorecerla, insistiendo éste en que el veredicto debía estar más allá de cualquier duda razonable.

La señora Etherington fue declarada no culpable. Todo el mundo opinaba lo contrario, sin embargo. Su vida, posteriormente, resultó difícil. Los antiguos amigos la dieron de lado. Murió a consecuencia de haber ingerido una dosis excesiva de somníferos, dos años después de haberse visto el juicio. En la encuesta se dio un veredicto de muerte accidental.

Agatha CHRISTIE, Telón, Molino, Barcelona, 2000.

lunes, 30 de enero de 2012

CANETTI: La desdicha


El único modo de sobrellevar la desdicha es interpretándola.

Elias CANETTI, El suplicio de las moscas, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1994.

domingo, 29 de enero de 2012

CIORAN: Todo lo que hacemos no servirá de nada


Todos estos años son más que suficientes para poder soportar todo este absurdo que me rodea y que me invade, es suficiente para ver que todo lo que hacemos no servirá de nada, que ningún sentido tiene seguir sufriendo y siguiendo una rutina estúpida que no nos conduce a nada. Mierda de vida, mierda de sociedad, mierda de gente, mierda de sistema,... MIERDA, mi palabra favorita, sólo ella es capaz de describir sin esfuerzo mis pensamientos.

Madrugo por las mañanas y pienso con ironía: "¡Bien, otro día más sobre este planeta!. Levantémonos, vamos a producir la ración de basura de hoy.". Me levanto, no sin un gran esfuerzo de voluntad (la cual hay que reconocer es considerable, me pregunto de dónde sale), toso (el tabaco dicen que mata, poco a poco). Salgo de casa, con ojos dormidos, mi mente todavía atontada, los cascos de mi discman en mis oídos (la música es lo único que soporto a esas horas, y casi es lo único que soportaría a cualquier hora). Me dirijo con paso raudo a la estación de tren, que me llevará a mi y al resto de las abejas obreras a esos campos de concentración mal llamados empresas. Cuando llego, mi cara (ya con un rictus de amarga tristeza) empeora hacia un enfado que no puedo dirigir contra nadie, porque nadie es culpable y al mismo tiempo, lo somos todos y hacia todos lo dirijo. No hablo, apenas saludo (¿Buenos días?, no para mi, desde luego), me siento en mi cubiculo, en mi celda. Aun encima, es verano, hace calor, y el aire acondicionado crea una malsana atmósfera artificial que perjudica más mis pulmones, ya jodidos por el tabaco.

Al cabo de un rato, llega el jefe, ese temible bastardo, que se cree algo, que se cree que nos posee, cuando realmente no tiene nada, realmente no es nada, nada más que otra mierda con patas que camina con una falsa seguridad en si mismo. Me río de su seguridad, me río de su ficticio poder, porque cuando la muerte llega (y afortunadamente siempre llega) nada de lo que tiene o cree tener, le va a impedir pudrirse bajo tierra entre los gusanos.

Tomo un café, el estimulante que necesito para mantenerme despierto y no caer en el sopor del aburrimiento, y en un sueño que trata de apoderarse de mi ser. Un sueño que realmente seria bienvenido, y mejor aprovechado que estas horas muertas de mi vida que paso aquí encerrado entre estas cuatro paredes mugrientas.

¿Por qué no dejarlo?, ¿por qué no escapar?... sí, suena bien... ser libre, romper las cadenas... pero es irreal. Si sigo vivo (cosa que continuamente me planteo) y tal como están las cosas, necesito dinero para comer, pagar una vivienda, ... Y no me pienso convertir en un vagabundo, porque ya es bastante dura y asquerosa la vida como para aún encima tener que depender de la caridad humana. No, para ser libre realmente, sólo hay una solución: la muerte. Aunque no haya nada después de ella, cosa que no sé, es la única salida para ser libre, realmente libre. Se terminan entonces las ataduras, trabajar, pagar, llorar, sufrir, reír, soñar, enfermar, el miedo, el amor, el odio, ... Sólo necesito el método adecuado y podré hacerlo, porque hasta ahora, he fallado.

Emil CIORAN, Del inconveniente de haber nacido, Taurus, Madrid, 1981.

sábado, 28 de enero de 2012

CANETTI: Obras maestras


Las penosas introducciones a las obras maestras, disuasorias, áridas, sublimes o desvergonzadas. ¡Ah! ¿Por qué sentiremos curiosidad? ¿Por qué habrá tenido que nacer y morir el autor? ¿No basta con que lleve un nombre, no le pesa éste ya bastante? Pero la gente desconoce la compasión. Tienen que guisarse a su escritor, sazonarlo y comérselo.

Elias CANETTI, El suplicio de las moscas, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1994.

viernes, 27 de enero de 2012

KUNDERA: Somos como Hitler


Entre Hitler y Einstein, entre Brezhnev y Solzhenitsin, hay muchas más similitudes que diferencias. Si se pudiera expresar con números, hay entre ellos una millonésima de diferencia y novecientas noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve millonésimas de similitud.

Milan KUNDERA, La insoportable levedad del ser, Tusquets, Barcelona, 2006.

jueves, 26 de enero de 2012

TOLSTOI: La Maslova


Aquel día marcó para Maslova el principio de una existencia que consiste en violar sin descanso las leyes divinas y humanas, esa vida a la que actualmente están condenadas centenares de miles de mujeres, no solamente con la autorización del poder legal, cuidadoso del bienestar de sus administrados, sino bajo su protección efectiva: vida degradada, monstruosa, que tiene por consecuencia, en nueve de cada diez casos, la decrepitud y la muerte prematura, después de horribles sufrimientos.

Por la mañana, luego durante la mayor parte del día, es un sueño pesado, después de las orgías nocturnas. Hacia las tres o las cuatro de la tarde, un despertar extenuado, entre sábanas llenas de manchas; tomas, a sorbos, de café y de agua de Seltz; luego, en camisa, en peinador, en camisola, vagar ociosamente por las habitaciones, echando de cuando en cuando alguna mirada hacia la calle, por la ventana con las cortinas corridas; luego, aburridas, las mujeres se querellan; hay que lavarse, maquillarse el rostro, comprimir hasta el ahogo el cuerpo en un corsé, elegir un nuevo vestido y disputar para eso con la patrona, estudiar ante el espejo posturas sugestivas, cubrirse las mejillas de colorete y pintarse las cejas con khol, ingerir comidas grasas y almibaradas, endosarse un vestido de seda bajo el cual el cuerpo está medio desnudo, bajar a un salón donde los adornos chispean a las luces y, por último, recibir a los clientes: música, bailes, bombones, vino, tabaco. Después de eso, el comercio carnal con hombres jóvenes o maduros, adolescentes y viejos que renquean; solteros y casados; comerciantes, dependientes, armenios, judíos y tártaros; ricos y pobres; hombres sanos y enfermos; borrachos y sobrios; brutos y mundanos; soldados, funcionarios, estudiantes, colegiales; con gente de todas las clases, de todas las edades, de todos los temperamentos. Gritos, burlas y risas, y música, y tabaco, y vino, y otra vez vino y tabaco, y otra vez música, y así desde el crepúsculo al amanecer. y solamente llegada la mañana, la liberación y el sueño pesado. y todos los días así, desde el comienzo al final de la semana. Luego, al cabo de cada semana, la visita impuesta por la ley a la comisaría de policía. Los médicos y los funcionarios presentes se muestran un día graves y rudos. Otro día su distracción consiste en humillar el pudor natural que debería proteger tanto a las criaturas humanas como a las bestias. Es la inspección de las mujeres, devueltas con licencia de continuar, durante toda la semana. que va a seguir, cometiendo los crímenes de lesa humanidad realizados con sus cómplices la semana anterior. Y así todos los. días, los laborables como los festivos, en verano como en invierno.

Lev TOLSTOI, Resurrección.

miércoles, 25 de enero de 2012

HARFORD: Kremer vs. Malthus

Kremer propone tomar el crecimiento de la población como una medida del progreso tecnológico: cuanto más rápido puede crecer la población humana, más avanzada debe haber llegado a ser la tecnología.

El modelo de Kremer, por exponerlo de una forma sencilla, establece que cualquier antiguo hombre de las cavernas tiene tantas probabilidades de inventar algo útil como cualquier otro cavernícola. Una vez que Pedro Picapiedra inventa algo —el fuego, la rueda, el free jazz—, ese invento está a disposición de todo el mundo. Quizá llevaría algún tiempo que el invento se divulgase, pero si tenemos un millón de años de historia por delante, ¿a quién le importa? Lo relevante aquí es que una idea puede ser utilizada por todos. Si coges el hacha de piedra de Pedro, él ya no tendrá un hacha de piedra; pero si tomas de él la idea de cómo fabricar un hacha de piedra, eso no conlleva que Pedro vaya a olvidar el secreto para hacerla. Esto significa que los inventos son más útiles cuando la población es mayor. Si nos remontamos al año 300000 a. C, la idea de Pedro sólo la aprovecharían un millón de personas. Hoy en día, la rueda nos hace la vida más fácil a seis mil millones de personas.

Si ese argumento es acertado, también nos proporciona el resultado de la ecuación de Kremer: el índice de progreso tecnológico es proporcional a la población mundial. Suponiendo que, al año, se produzca una idea realmente brillante por cada mil millones de personas, entonces a la población de un millón de robustos Homo erectus que había en el año 300000 a. C. le habría surgido una idea similar cada mil años. Para el año 1800, cuando surgió la Revolución Industrial, con mil millones de personas en el mundo, el índice de innovación habría aumentado a una deslumbrante idea por año. Hacia el año 1930, una idea revolucionaria cada seis meses. Con seis mil millones de mentes en el planeta, actualmente deberíamos estar generando este tipo de ideas cada dos meses. Semejantes ideas podrían estar relacionadas con cualquier cosa, desde la contabilidad de doble asiento hasta la rotación de los cultivos.

Tim HARFORD, La lógica oculta de la vida, Temas de Hoy, Barcelona, 2008.

martes, 24 de enero de 2012

GARCÍA MÁRQUEZ: Mutis



Lo que más aprecié desde siempre es su generosidad de maestro de escuela, con una vocación feroz que nunca pudo ejercer por el maldito vicio del billar. Ningún escritor que yo conozca se ocupa tanto como él de los otros, y en especial de los más jóvenes. Los instiga a la poesía contra la voluntad de sus padres, los pervierte con libros secretos, los hipnotiza con su labia florida y los echa a rodar por el mundo, convencidos de que es posible ser poeta sin morir en el intento. Nadie se ha beneficiado más que yo de esa escasa virtud. Ya conté alguna vez que fue Álvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo y me dijo: "Ahí tiene, para que aprenda". Nunca se imaginó en la que se había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar el que estoy escribiendo. Mi víctima absoluta de ese sistema salvador ha sido Álvaro Mutis desde que escribí Cien años de soledad. Casi todas las noches fue a mi casa durante 18 meses para que le contara los capítulos terminados, y de ese modo captaba sus reacciones aunque no fuera el mismo cuento. El los escuchaba con tanto entusiasmo que seguía repitiéndolos por todas partes, corregidos y aumentados por él. Sus amigos me los contaban después tal como Álvaro se los contaba, y muchas veces me apropié de sus aportes. Terminado el primer borrador se lo mandé a su casa. Al día siguiente me llamó indignado: "Usted me ha hecho quedar como un perro con mis amigos", me gritó. "Esta vaina no tiene nada que ver con lo que me había contado". Desde entonces ha sido el primer lector de mis originales. Sus juicios son tan crudos, pero también tan razonados, que por lo menos tres cuentos míos murieron en el cajón de la basura porque él tenía razón contra ellos. Yo mismo no podría decir qué tanto hay de él en casi todos mis libros, pero hay mucho.

VALADÉS: La soledad


El día ha sido como un cheque sin fondos. Hemos caminado de prisa y de pronto nos detiene una duda: ¿dónde vamos? Resulta que no lo sabemos. Suponemos que el mundo es demasiado grande y que no lo habita nadie. Algo así como si todos sus habitantes se hubieran ido a pasear a otro planeta. La soledad nos sobrecoge de improviso. Y con ella, el deseo punzante de hacer algo indefinible, desde tomar una taza de café hasta realizar una hazaña heroica. Y no es ni lo uno ni lo otro. Buscamos dentro de nosotros mismos, nos interrogamos: ¿qué será? No se atina con la respuesta. Contempla uno la vida y la compara a una botica, en la que hay de todo. Sin embargo, no tenemos la receta. No puede saberse la medicina. Es el vacío.

Esa noche, Epigmenio no tenía la receta. Era uno de esos días en que los pequeños y apurados planes que hace cualquiera para tener una meta inmediata a la que asirse, para salvarse del vacío, le habían fallado. La muchacha que pretendía enamorar había faltado a la cita. Por esperarla, se pasó la hora de ir al cine a ver una película del Indio Fernández. En el café, la tertulia de amigos se había disuelto. Así como las grandes calamidades se desatan simultáneamente, esas minúsculas que cercan a los hombres a determinada hora y hacen también su daño, se habían desatado contra Epigmenio. En ese momento, se sentía el único habitante sobre la tierra.

Edmundo VALADÉS, La muerte tiene permiso, Fondo de Cultura Económica, México,
1985.

lunes, 23 de enero de 2012

GARCÍA MÁRQUEZ: El drama del desencantado


...el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

Gabriel GARCÍA MÁRQUEZ, El drama del desencantado.

CHRISTIE: La devastación física de Poirot


¡Pobre amigo mío! Lo he descrito muchas veces. Ahora, es el lector quien puede apreciar las diferencias existentes con otras descripciones anteriores... La artritis le había obligado a acomodarse en una silla de ruedas, de la cual tenía que valerse para ir de un sitio para otro. Su cuerpo, en otro tiempo relleno, parecía haberse vaciado en parte. Era un hombre pequeño y delgado, ahora. Tenía el rostro cubierto de arrugas. Sus cabellos y su bigote seguían siendo negros, es verdad, de un negro intenso, pero esto constituía un error por su parte, si bien yo no se lo hubiera dicho jamás, por temor a herir sus sentimientos. En las personas, llega un momento en que el tinte se hace demasiado evidente. Había habido un momento en que me sentí sorprendido, años atrás, al descubrir que el negror de los cabellos y el bigote de Poirot procedían de una botella, de un frasco del renglón de la cosmética. Ahora, la falsedad saltaba a la vista, llegando a causar la impresión de que utilizaba una peluca, haciendo pensar además que se había adornado el labio superior con un poco de vello para que se divirtieran los chicos que tuvieran ocasión de verle.

Agatha CHRISTIE, Telón, Molino, Barcelona, 2000.

domingo, 22 de enero de 2012

ROPERO: Avance científico


–¡General Kamel! Tiene tres días para finalizar el proyecto -le dijo el presidente-. De lo contrario no sólo perderá el control de este laboratorio, sino que haré que le destinen a... Ya sabe –añadió.

–En... entendido –respondió un preocupado Kamel. No merecía la pena discutir con el presidente.

Cuando se apagó la pantalla, Kamel permaneció un rato pensativo.

-¡Que avisen a los científicos! -gritó a su asistente.

Estos llegaron al poco rato. Sus rostros mostraban el cansancio acumulado de varios meses. Kamel les observó durante un rato.

–Pasen a la fase C. De manera inmediata.

–Si nos saltamos la fase B, que es la de autodestrucción, nada podrá detenerlo una vez activado. Supondría un gran peligro –dijo uno de los científicos.

Aquel tipo le caía simpático. El general sacó su arma, le apuntó a la cabeza y le disparó en la frente.

–¿Alguna otra objeción? –preguntó.

–¡No, señor! Empezaremos la fase C de inmediato –dijo temblando de miedo el otro jefe científico.

Óscar David ROPERO, El juego de los dioses.

SEBALD: El doctor Rambousek


El doctor Rambousek había venido a Wertach, no mucho después del final de la guerra, de una ciudad morava, creo que de Nikolsburg, en compañía de su pálida mujer y sus dos hijas adolescentes, Felicia y Amalia, lo que para él, y no me-nos para sus mujeres, supondría probablemente un destierro en el fin del mundo. No era extraño que aquel hombre pequeño, corpulento, siempre arreglado al estilo de la gran ciudad, fuese incapaz de establecerse en Wertach. Los rasgos de su rostro, velados, que parecían extranjeros y que con mucho como mejor se podían designar era con la palabra levantino, los párpados siempre hundidos a la mitad de sus grandes ojos oscuros, y todo su porte, que de algún modo reflejaba distanciamiento, dejaban pocas dudas de que era un ser desconsolado por naturaleza. Por lo que yo sé, el doctor Rambousek, en todos los años que pasó en Wertach, no logró trabar amistad con una sola persona.

W.G. SEBALD, Vértigo, Debate, Madrid, 2001.

sábado, 21 de enero de 2012

HARFORD: Manhattan, utópica comunidad ecologista


Las ciudades, ciertamente, producen más contaminación por cada kilómetro cuadrado. Sin embargo, si la medimos por persona, la cosa cambia. Los residentes de Manhattan van andando a comprar a la tienda de ultramarinos; viven en pisos muy pequeños y tienen poco espacio para amontonar cosas; utilizan el transporte público mucho más que otros estadounidenses; consumen gasolina al pequeñísimo nivel que el resto del país lo hacía antes de la Gran Depresión; y se desplazan por innumerables viviendas y oficinas a través del medio de transporte masivo de mayor eficiencia energética: el ascensor. Encuentra a ocho millones de estadounidenses que vivan en el campo e intenta que quepan en Nueva York con todas sus pertenencias: las salas de juegos, los cobertizos, los coches todoterreno y los muebles de jardín formarían una pila mucho más alta que el Empire State. El periodista David Owen confesó que cuando se mudó de Nueva York a una ciudad pequeña, su recibo de la luz aumentó casi diez veces —incluso sin tener aire acondicionado— y pasó de no tener coche a poseer tres. Esta fue su memorable conclusión: Manhattan es "una utópica comunidad ecologista".

Tim HARFORD, La lógica oculta de la vida, Temas de Hoy, Barcelona, 2008.

viernes, 20 de enero de 2012

BELDA VAGUER: La única posibilidad, saldos lamentables



Cierran el acceso a la música, dejándonos, al menos en España, con la única posibilidad de los saldos lamentables de las grandes superficies, con estanterías vacías de calidad y con las típicas recopilaciones comerciales de tres al cuarto.

Sentidos

STENDHAL: Qui veut la fin, veut les moyens



Quien quiere el fin, quiere los medios.

STENDHAL, Rojo y negro.

SEBALD: La quemadura

El viejo tabernero, antes de su matrimonio con Rosina, había gastado la mayor parte de una herencia considerable viajando por casi todos los escenarios de la historia universal, y ahora llevaba ya unos cuantos años postrado en la cama. Contaban que yacía en el cuarto contiguo a la habitación de Rosina, y que tenía en la cadera una herida enorme que no acababa de cicatrizar. Parece ser que, cuando era joven, había querido esconder a su padre un puro, que había estado fumando a escondidas, metiéndolo en el bolsillo del pantalón. Que la quemadura contraída de esta forma había mejorado al cabo de poco tiempo, pero que sin embargo más adelante, cuando el tabernero iba camino de los cincuenta, se le había abierto una y otra vez y ya no se le había vuelto a cerrar, incluso se hacía más grande de un año para otro, y por eso, decían, podía ocurrir perfectamente que pronto muriera de la gangrena que le había producido.

W.G. SEBALD, Vértigo, Debate, Madrid, 2001.

jueves, 19 de enero de 2012

HARFORD: Restaurante presuntuoso

Fue, seguramente, una de las noches más espantosas que he pasado yo en un restaurante. Era uno de esos lugares rimbombantes que atraen a clientes que los visitan una sola vez, ansiosos por admirar los famosos baños y demás. La comida era demasiado cara, pero eso no es raro en Londres. Lo notable era la variedad de técnicas escasamente legítimas que utilizaban para aspirar el dinero de nuestros bolsillos. Mi esposa pidió una ensalada: el camarero trajo cuatro. Botellas de vino eran descorchadas y colocadas delante de personas que no estaban bebiendo.

¿Qué estaba pasando? Era otro juego de dividir la cuenta. Estábamos allí una docena de personas, que, en su mayoría, no podían comunicarse a causa del ruido. Se suponía que se trataba de una elegante velada, así que nadie quería arruinar la ocasión. Ya habías visto las cuatro ensaladas y calculado lo que iban a costarte: a ti, personalmente, más o menos, una libra esterlina. Tal vez dieras por sentado que otro las había pedido. Lo mismo sucedía con la botella de vino abierta, pero intacta. Era algo continuo, pero no me compensaba en absoluto perder el tiempo —el mío o el de cualquier otro— en levantarme y decirles a los camareros que nos negábamos a seguir tolerándolo. Al final, dejé un gigantesco fajo de dinero para cubrir mi parte de la cuenta y me fui antes de que trajeran los postres. Todavía no estoy seguro de haber dejado lo suficiente.

Tim HARFORD, La lógica oculta de la vida, Temas de Hoy, Barcelona, 2008.

miércoles, 18 de enero de 2012

JIMÉNEZ: ¡Pero leía!


Un párrafo sin errores. No se trataba de resolver un acertijo, de componer una pieza que pudiera pasar por literaria o de encontrar razones para defender un argumento resbaloso. No. Se trataba de condensar un texto de mayor extensión, es decir, un resumen, un resumen de un párrafo, en el que cada frase dijera algo significativo sobre el texto original, en el que se atendieran los más básicos mandatos del lenguaje escrito -ortografía, sintaxis- y se cuidaran las mínimas normas: claridad, economía, pertinencia. Si tenía ritmo y originalidad, mejor, pero no era una condición. Era solo componer un resumen de un párrafo sin errores vistosos. Y no pudieron.

No voy a generalizar. De 30, tres se acercaron y dos más hicieron su mejor esfuerzo. Veinticinco muchachos en sus 20 años no pudieron, en cuatro meses, escribir el resumen de una obra en un párrafo atildado, entregarlo en el plazo pactado y usar un número de palabras limitado, que varió de un ejercicio a otro. Estudiantes de Comunicación Social entre su tercer y su octavo semestre, que estudiaron doce años en colegios privados. Es probable que entre cinco y diez de ellos hubieran ido de intercambio a otro país, y que otros más conocieran una cultura distinta a la suya en algún viaje de vacaciones con la familia. Son hijos de ejecutivos que están por los 40 y los 50, que tienen buenos trabajos, educación universitaria. Muchos, posgraduados. En casa siempre hubo un computador; puedo apostar a que al menos 20 de esos estudiantes tiene banda ancha, y que la tele de casa pasa encendida más tiempo en canales por cable que en señal abierta. Tomaron más Milo que aguadepanela, comieron más lomo y ensalada que arroz con huevo. Ustedes saben a qué me refiero.

Por supuesto que he considerado mis dubitaciones, mis debilidades. No me he sintonizado con los tiempos que corren. Mis clases no tienen presentaciones de Power Point ni películas; a lo más, vemos una o dos en todo el semestre. Quizá, ya no es una manera válida saber qué es una crónica leyendo crónicas, y debo más bien proyectarles una presentación con frases en mayúsculas que indiquen qué es una crónica y en cuántas partes se divide. Mostrarles la película Capote en lugar de hacer que lean A sangre fría. Quizá, no debí insistir tanto en la brevedad, en la economía, en la puntualidad. No pedirles un escrito de cien palabras, sino de tres cuartillas, mínimo. Que lo entregaran el lunes, o el miércoles.

De esas limitaciones y dubitaciones, quizá, vengan las pocas y tibias preguntas de mis estudiantes este último semestre, sus silencios, su absoluta ausencia de curiosidad y de crítica. De ahí, quizá, vengan sus párrafos aguados, con errores e imprecisiones, inútilmente enrevesados, con frases cojas, desgreñadas. Esos párrafos vacilantes, grises, que me entregaron durante todo el semestre. Pareciera que estoy describiendo a un grupo de zombis. Quizá, eso es lo que son. Los párrafos, quiero decir.

El curso se llama Evaluación de Textos de No Ficción y pertenece a la línea de Producción Editorial y Multimedial de la carrera de Comunicación Social de la Universidad Javeriana. En cuanto a lecturas, siempre propuse piezas ejemplares en los géneros más notorios de la no ficción: crónica, perfil, ensayo, memorias y testimonios. A partir de clásicos nacionales y extranjeros, los estudiantes componían escritos como los que debe elaborar un editor durante su ejercicio profesional. Primero, un resumen: todos los textos de los editores son breves, o deberían serlo -contracubiertas, textos de catálogo, solapas, etcétera-. Una vez que la mayoría hubiera conseguido un resumen pertinente y económico, pasábamos a escritos más complejos: notas de prensa y contracubiertas, para terminar con un informe editorial o una reseña.

En el centro de todo el programa estaban la participación y la escritura de textos breves a partir de otro texto mayor. Insistí siempre en la participación en clase para fomentar actividades que noto algo empañadas en la actualidad: la escucha atenta, la elaboración de razones y argumentos, oír lo que uno mismo dice y lo que dice el otro en una conversación.

El otro concepto transversal, la economía lingüística, buscaba mostrarles la importancia de honrar la prosa. Si uno en 100 palabras debe sintetizar un libro de 200 páginas, debe cuidar cada palabra, cada frase, cada giro. En últimas, la palabra escrita les dará de comer a estos estudiantes cuando sean profesionales, no importa si se desempeñan como editores de libros, revistas o páginas web, como periodistas o como profesores e investigadores.

Los estudiantes de este último semestre, y los de dos o tres anteriores, nunca pudieron pasar del resumen. No siempre fue así. Desde que empecé mi cátedra, en el 2002, los estudiantes tenían problemas para lograr una síntesis bien hecha, y en su elaboración nos tomábamos un buen tiempo. Pero se lograba avanzar. Lo que siento de tres o cuatro semestres para acá es más apatía y menos curiosidad. Menos proyectos personales de los estudiantes. Menos autonomía. Menos desconfianza. Menos ironía y espíritu crítico.

Debe ser que no advertí cuándo la atención de mis estudiantes pasó de lo trascendente a lo insignificante. El estado de Facebook. “Esos gorditos de más”. El mensaje en el Blackberry.

Nunca he sido mamerto ni amargado ni ñoño: a los 20 años, fumaba marihuana como un rastafari y me descerebraba con alcohol cada que podía al lado de mis cuates. Quería ver tetas, e hice cosas de las que ahora no me enorgullezco por tocarlas. Empeñé mucho, mucho tiempo en eso. Pero leía.

No sé. En esos tiempos lo importante, creo, era discutir, especular, quedar picados para buscar después el dato inútil. Interesaba eso: buscar. Estoy por pensar que la curiosidad se esfumó de estos veinteañeros alumnos míos desde el momento en que todo lo comenzó a contestar ya, ahora mismo, el doctor Google.

Es cándido echarle la culpa a la televisión, a Internet, al Nintendo, a los teléfonos inteligentes. A los colegios, que se afanan en el bilingüismo, sin alcanzar un conocimiento básico de la propia lengua. A los padres que querían que sus hijos estuvieran seguros, bien entretenidos en sus casas. Es cándido culpar al “sistema”. Pero algo está pasando en la educación básica, algo está pasando en las casas de quienes ahora están por los 20 años o menos.

Mi sobrino le dice a su madre, mi hermana, que él sí lee mucho, en Internet. Lo que debe preguntarse es cómo se lee en Internet. Lo que he visto es que se lee en medio del parloteo de las ventanas abiertas del chat, mientras se va cargando un video en Youtube, siguiendo vínculos. Lo que han perdido los nativos digitales es la capacidad de concentración, de introspección, de silencio. La capacidad de estar solos. Solo en soledad, en silencio, nacen las preguntas, las ideas. Los nativos digitales no conocen la soledad ni la introspección. Tienen 302 seguidores en Twitter. Tienen 643 amigos en Facebook.

Dejo la cátedra porque no me pude comunicar con los nativos digitales. No entiendo sus nuevos intereses, no encontré la manera de mostrarles lo que considero esencial en este hermoso oficio de la edición. Quizá la lectura sea ahora salir al mar de Internet a pescar fragmentos, citas y vínculos. Y en consecuencia, la escritura esté mudando a esas frases sueltas, grises, sin vida, siempre con errores. Por eso, los nuevos párrafos que se están escribiendo parecen zombis. Ya veremos qué pasa dentro de unos pocos años, cuando estos veinteañeros de ahora tengan 30 y estén trabajando en editoriales, en portales y revistas. Por ahora, para mí, ha llegado el momento de retirarme. Al tiempo que sigo con mis cosas, voy a pensar en este asunto, a mirarlo con detenimiento. Pongo el punto final a esta carta de renuncia con un nudo en la garganta.

Camilo JIMÉNEZ

SEBALD: Tiépolo


Y yo me imaginaba a Tiépolo, que en esa época debía de andarse por los sesenta y ya padecía gravemente de gota, tumbado, en el frío de los meses de invierno, en lo más alto del andamiaje, a medio metro debajo del techo de la escalera del palacio de Wurzburgo, con la cara salpicada de cal y de pintura, y pese a los dolores en el brazo derecho, aplicar esmalte con mano segura en la octava maravilla del mundo, y el enorme cuadro surgía poco a poco del revoque húmedo.

W.G. SEBALD, Vértigo, Debate, Madrid, 2001.

martes, 17 de enero de 2012

CONRAD: Lord Jim en la isla de Giglio


"En el sollado, se dejaba llevar y vivía en su imaginación por adelantado la vida del mar. Se veía a sí mismo salvando a gente de barcos que se hundían..."

Joseph CONRAD, Lord Jim, Edaf, Madrid, 2002.

HARFORD: Divorcios sin causa y violencia doméstica

Cuando en Estados Unidos promulgaron las leyes de divorcio sin causa, las mujeres se hicieron con una creíble amenaza de poner fin al matrimonio. (Las estadísticas indican que muchas, en realidad, no lo hicieron; pero la amenaza es suficiente.) Stevenson y Wolfers demuestran que las nuevas leyes tuvieron un inesperado, pero racional, efecto: al brindarles a las mujeres una posibilidad de salida, les ofrecieron a los hombres motivaciones más fuertes para hacer las cosas bien dentro del matrimonio. ¿El resultado? La violencia doméstica disminuyó casi un tercio, y el número de mujeres asesinadas por sus parejas cayó un diez por ciento. El suicidio femenino también descendió. Constituye esto un recordatorio de que el compromiso vinculante del matrimonio tiene tanto costes como beneficios.

Tim HARFORD, La lógica oculta de la vida, Temas de Hoy, Barcelona, 2008.

lunes, 16 de enero de 2012

HAFFNER: El valor cívico de los militares alemanes

Los militares alemanes carecen de valor cívico. El valor cívico, es decir, el arrojo necesario para tomar decisiones autónomas y actuar según la propia responsabilidad, es ya de por sí una rara virtud en Alemania, tal y como sentenciara Bismarck en su día. Y es una virtud que abandona por completo al alemán cuando éste lleva uniforme. Un soldado u oficial alemán, sin lugar a dudas excepcionalmente valeroso en el campo de batalla y casi siempre dispuesto a disparar sobre sus compatriotas civiles por orden de una autoridad, se vuelve cobarde como una liebre cuando se trata de enfrentarse a dicha autoridad. Como por arte de magia, esta idea enseguida pone ante sus ojos la imagen terrorífica de un pelotón de fusilamiento y eso lo paraliza totalmente. Bien es verdad que no teme a la muerte, pero sí a ese tipo concreto de muerte, y además su miedo es inmenso. Así, esta circunstancia hace que cualquier intento de desobediencia o de golpe de Estado por parte de un militar alemán sea de todo punto imposible, da igual quién gobierne.

Sebastian HAFFNER, Historia de un alemán, Destino, Barcelona, 2001.

domingo, 15 de enero de 2012

BUKOWSKI: Los débiles, los feos, los perdedores

Me pasaba otra vez lo mismo que en la escuela primaria. En torno mío se agrupaban los débiles en lugar de los fuertes, los feos en lugar de los hermosos, los perdedores en vez de los ganadores. Parecía que mi destino en la vida era viajar en su compañía. Eso no me importaba tanto como el hecho de que yo les parecía irresistible a todos esos tipos idiotas y grises. Era como una mierda que atraía a las moscas en lugar de una flor que subyugara a las deseadas mariposas y abejas. Yo quería vivir solo, me sentía mejor estando solo, mucho más limpio; sin embargo no era lo suficientemente listo para desembarazarme de ellos. Quizás eran mis maestros: otro tipo de padres. En cualquier caso era incómodo tenerlos revoloteando alrededor mientras me comía mis sandwiches de bologna.

Charles BUKOWSKI, La senda del perdedor, Anagrama, Barcelona, 1982.

HARFORD: Parches y chicles para dejar de fumar

Los economistas también han descubierto que los anuncios de parches y chicles de nicotina parecen animar a fumar a los jóvenes no fumadores. Esto es fácilmente explicable si los adolescentes son racionales: los anuncios les están diciendo que existen nuevos métodos para ayudarlos a dejar el hábito, por lo que racionalmente es menos arriesgado comenzar tal hábito. Kevin Murphy me dijo que creía que el descubrimiento era «obvio» y nada sorprendente, «aunque siempre es agradable ver que las pruebas confirman la teoría».

Tim HARFORD, La lógica oculta de la vida, Temas de Hoy, Barcelona, 2008.

sábado, 14 de enero de 2012

HAFFNER: El puritanismo prusiano (y el cultivo de la literatura)

Existe una variante específicamente prusiana del puritanismo, que fue una de las doctrinas más influyentes en la sociedad alemana antes de 1933 y aún hoy desempeña cierto papel bajo la superficie. Está relacionada con el puritanismo clásico inglés, pero presenta algunos rasgos distintivos. Su profeta es Kant, no Calvino; su gran ejemplo, Federico, no Cromwell. Al igual que el inglés, el puritanismo prusiano exige austeridad, dignidad, abstinencia frente a los placeres de la vida, cumplimiento del deber, lealtad y honradez hasta la abnegación así como un rechazo del mundo rayano en la pesadumbre. Al igual que el puritano inglés, el prusiano tiene por principio no darles mucha paga a sus hijos y frunce el ceño ante los experimentos juveniles de éstos con el amor. Sin embargo, el puritanismo prusiano está secularizado. No sirve a Jehová ni se sacrifica por él, sino por el rey de Prusia. Sus distinciones y recompensas terrenales no consisten en obtener riquezas personales, sino en ocupar cargos de honor. Y lo que tal vez sea más importante: el puritanismo prusiano tiene una puerta trasera que conduce a la libertad y al descontrol, en la que está inscrita la palabra «Privado».

Es sabido que Federico el Grande, asceta sombrío y figura emblemática del puritanismo prusiano, en privado tocaba la flauta, componía versos y era un librepensador amigo de Voltaire. A lo largo de dos siglos casi todos sus discípulos, esos altos burócratas y oficiales prusianos de rostros fruncidos con severidad, venían comportándose de forma similar en su esfera más íntima. Al puritanismo prusiano le encanta la expresión «manos frías, corazón caliente». El puritano de Prusia es el inventor de esa extraña definición del carácter alemán basada en la siguiente división: «Como hombre le digo que..., pero como funcionario le digo que...». Hasta el día de hoy éste ha sido el fundamento de una situación que muchos extranjeros jamás llegan a comprender del todo y que consiste en que el conjunto de Prusia -y los Estados afines- parece ser y actuar siempre como una máquina voraz, cruel e inhumana, mientras qué, si le observa con más detenimiento, al visitar el país y tratar con prusianos y alemanes «en privado», la impresión que causan es a menudo verdaderamente agradable, humana, inocente y amable. Alemania lleva una doble vida como nación porque casi todos los alemanes lo hacen.

«En privado» mi padre era un apasionado conocedor y amante de la literatura. Tenía una biblioteca compuesta por unos diez mil volúmenes que fue ampliando hasta su muerte y que no sólo poseía, sino que también había leído. Los grandes nombres del siglo XIX europeo -Dickens y Thackeray, Balzac y Hugo, Turguéniev y Tólstoi, Raabe y Keller (por mencionar sólo a sus favoritos)- no eran para él meros nombres, sino conocidos íntimos con quienes había mantenido largos y apasionados debates mudos. Nunca mostraba mayor viveza en la conversación que cuando encontraba a alguien con quien reanudar estos debates en voz alta.

Ahora bien, la literatura es una extraña afición. Uno puede ser coleccionista de flores y cultivarlas «en privado» y de forma impune, tal vez incluso ser un experto en arte y en música, pero el trato diario con el intelecto vivo nunca se limita a lo «privado». Es fácil imaginar cómo un hombre que durante años ha recorrido todos los abismos y cumbres de la literatura y el pensamiento europeos «en privado», un día se vuelve sencillamente incapaz de ser un funcionario prusiano estrecho de miras, severo, meticuloso y fiel cumplidor de sus obligaciones. No así mi padre. Él continuó siéndolo.

Sebastian HAFFNER, Historia de un alemán, Destino, Barcelona, 2001.

viernes, 13 de enero de 2012

FAULKNER: El mejor empleo que jamás me ofrecieron


El arte nada tiene que ver con el ambiente; no le importa dónde está. El mejor empleo que jamás me ofrecieron fue el de administrador de un burdel. En mi opinión, ese es el mejor ambiente en que un artista puede trabajar. Goza de una perfecta libertad económica, está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre su cabeza y no tiene nada que hacer excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor parte del día para trabajar. En las noches hay la suficiente actividad social como para que el artista no se aburra, si no le importa participar en ella; el trabajo le da cierta posición social; no tiene nada que hacer porque la encargada lleva todo los libros; todas las empleadas de la casa son mujeres, que lo tratarán con respeto y le dirán "señor". Todos los contrabandistas de licores de la localidad también le dirán "señor". Y él podrá tutearse con los policías. De modo, pues, que el único ambiente que el escritor necesita es toda la paz, toda la soledad y todo el placer que pueda obtener a un precio que no sea demasiado elevado. Un mal ambiente sólo le hará subir la presión sanguínea, al hacerle pasar más tiempo sintiéndose frustrado e indignado.

El oficio de escritor. Las entrevistas de la Paris Review, Ediciones Era, México, 1968.

jueves, 12 de enero de 2012

MONZÓ: Oposiciones

En cuanto el examinador abre la puerta, el examinando de piel especialmente pálida entra en el aula escurriéndose entre la nube de examinandos que se atascan en la puerta. Camina con agilidad; se sienta en el primer pupitre vacío que encuentra. Los pupitres son de formica verde claro, con los bordes de madera. En la superficie hay rayotas de bolígrafo e incisiones de navaja, dos de las cuales son obscenas. El fragor (que forman los chirridos de pupitres y sillas, y los comentarios) aumenta a medida que entran más examinandos; el examinador les pide que por favor (es un por favor imperativo) se sienten sin hacer ruido. Los examinandos hacen caso fugazmente: el ruido mengua durante unos segundos, pero enseguida vuelve a la intensidad previa. El examinador les da ahora la espalda: borra de la pizarra algunas frases de la clase anterior, se gira (el fragor disminuye de nuevo) y, cuando ya están todos en su lugar, baja de la tarima, va hacia la puerta del aula, la cierra, se sacude la tiza que el borrador le ha dejado en las manos (gesto que hace cesar los últimos murmullos) y pronuncia dos apellidos.

FAULKNER: Para ser un buen novelista


¿Para ser un buen novelista? 99 % de talento... 99 % de disciplina... 99 % de trabajo. El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno sabe que puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y suele estar demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a toda el mundo con tal de realizar la obra.

El artista sólo es responsable ante su obra. Será completamente despiadado si es un buen artista. Tiene un sueño, y ese sueño le angustia tanto que debe liberarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir el libro. Si un artista tiene que robarle a su madre, no vacilará en hacerlo; la Oda a una urna griega vale más que cualquier cantidad de buenas señoras.

El oficio de escritor. Las entrevistas de la Paris Review, Ediciones Era, México, 1968.

HAFFNER: Una vida privada en libertad

En aquel momento sucedió algo extraño -y al decir esto considero que estoy revelando uno de los acontecimientos políticos fundamentales de nuestro tiempo que no figuró en ningún periódico-: las nuevas posibilidades fueron desestimadas en la gran mayoría de los casos. No hubo disposición para ello. Resultó que toda una generación de alemanes no supo qué hacer con un regalo consistente en gozar de una vida privada en libertad.

Alrededor de veinte generaciones de niños y jóvenes alemanes habían estado acostumbradas a que el ámbito de lo público les suministrara gratis, por así decirlo, todo el contenido de sus vidas, la esencia de sus emociones más profundas, del amor y del odio, del júbilo y de la tristeza, pero también todos los hechos sensacionales y cualquier estado de excitación, aunque vinieran acompañados de pobreza, hambre, muerte, confusión y peligro. En el momento en el que dicho suministro fue interrumpido bruscamente, ellos se quedaron ahí, bastante desamparados, empobrecidos, expoliados, decepcionados y aburridos. Jamás habían aprendido a vivir por sí mismos, a hacer de una pequeña vida privada algo grande, hermoso y lleno de compensaciones, a saber cómo disfrutarla y apreciar cuándo se vuelve interesante. Así, no percibieron el fin de las tensiones públicas ni el regreso de la libertad individual como un don, sino como una privación. Empezaron a aburrirse, se les ocurrieron ideas tontas, se volvieron huraños y, finalmente, aguardaban casi con ansia a que se produjera el primer desorden, el primer revés o incidente que les permitiera liquidar todo el período de paz y emprender nuevas aventuras colectivas.

Sebastian HAFFNER, Historia de un alemán, Destino, Barcelona, 2001.

miércoles, 11 de enero de 2012

MARTÍN VIGIL: Despedida


Bueno, al fin muero cristiano, como empecé. Creo en Dios. Amo a Dios. Espero en Dios. No perseveré en la Compañía de Jesús, pero jamás dejé de amarla y estarle agradecido. No conozco el odio, no necesito perdonar a nadie. Pero sí que me perdonen cuantos se sientan acreedores míos con razón, que serán más de los que están en mi memoria. Amé al prójimo. No tanto como a mí mismo, aunque intenté acercarme muchas veces. No haré un discurso sobre mi paso por la vida. Cuanto hay que saber de mí lo sabe Dios. En cuanto a mis restos, sólo deseo la cremación y consiguiente devolución de las cenizas a la tierra, en la forma más simple, sencilla y menos molesta y onerosa. Pasad pues de flores, esquelas, recordatorios y similares. Todo eso es humo: sólo deseo oraciones. De este mundo sólo me llevo lo que me traje, mi alma. Consignado todo lo cual, agradecido a todos, deseo causar las mínimas molestias. Dios os lo pague.

HARFORD: Necios y haraganes nunca se licenciarán en Filosofía

El mismo Spence utilizó primero su perspicacia para mostrar por qué los estudiantes podrían optar por optener una licenciatura en Filosofía, que, si bien es difícil, no conduce a específicas posibilidades profesionales, como sí lo hace una titulación en Economía o Publicidad. Supón que a los empleadores les gustaría contratar a trabajadores inteligentes y expeditivos, pero no puede determinar en una entrevista laboral quién lo es y quién no. Supón además que todos deben trabajar para obtener una licenciatura en Filosofía, pero que a los necios y haraganes les resulta particularmente molesto hacerlo.

Spence expone entonces que las personas inteligentes y aplicadas pueden probar que son inteligentes y aplicadas emprendiendo la difícil tarea de obtener una licenciatura en Filosofía. No se trata de que quienes son necios y haraganes no puedan obtenerla, sino de que nunca querrían hacerlo. Los empleadores pagarán a los licenciados en Filosofía una suma suficiente como para compensarles el esfuerzo, pero no lo suficiente como para convencer a los necios y haraganes de que se tomen la molestia. Y los empleadores están dispuestos a hacerlo a pesar del hecho de que ese título no mejora en absoluto la productividad del candidato. Sólo se trata un indicio de credibilidad, pues es muy difícil para alguien que es necio o perezoso obtener una licenciatura en Filosofía. Ya que el propio Spence se especializó en Filosofía en la Universidad de Princeton, tal vez sea cierta su teoría.

Tim HARFORD, El economista camuflado, Temas de Hoy, Madrid, 2007.

martes, 10 de enero de 2012

ZWEIG: La soledad del prisionero

Los interrogatorios no eran lo peor. Más terrible aún era el retorno de la inquisición a mi nada, a la misma habitación, la misma cama, la misma mesa, el mismo lavabo, los mismos papeles pintados. Porque apenas quedaba a solas conmigo mismo, trataba de reconstruir las contestaciones que habrían sido más prudentes y lo que debería decir la próxima vez para anular la sospecha que acaso había despertado con una observación imprudente. Reflexionaba, pensaba, estudiaba, revisaba una por una las palabras de la declaración que acababa de prestar ante el juez de instrucción, recapitulaba cada pregunta que se me había formulado, y cada una de mis réplicas; trataba de considerar qué parte habían protocolizado y sabía, sin embargo, que jamás lograría calcularlo ni averiguarlo. Pero esos pensamientos, una vez puestos en marcha en el espacio vacío, no se cansaban de dar vueltas en la imaginación, vueltas y más vueltas, siempre en distintas combinaciones, ininterrumpidamente, hasta en los sueños. Después de cada interrogatorio por la Gestapo, mis propios pensamientos se hacían cargo no menos inexorablemente de la tortura del preguntar, averiguar, y acaso, martirizaban más cruelmente aún, porque aquellos interrogatorios siquiera terminaban al cabo de una hora, mientras que éstos no cesaban nunca, debido a la tortura perversa de la soledad. Y siempre en mi derredor la mesa, la cama, el armario, los papeles pintados, la ventana; ninguna distracción, ningún libro, ningún diario, ninguna cosa extraña, ningún lápiz para apuntar algo, ningún fósforo para jugar con él..., nada, nada, nada.

Stefan ZWEIG, Novela de ajedrez, El Acantilado, Barcelona, 2001.

lunes, 9 de enero de 2012

SEBALD: La camarera tirolesa


Me senté en el interior de la cafetería de la estación, que en desconsuelo superaba con mucho a todos los otros locales de estaciones de trenes que conozco, me pedí mi café de por la mañana y estuve hojeando el Noticias del Tirol. Ambos, tanto el café tirolés como el Noticias del Tirol, tuvieron consecuencias en mi estado de ánimo más bien desfavorables. Por eso no me sorprendió en absoluto que las cosas tomaran un giro a peor cuando la camarera, a la que había dejado caer una observación, a mi modo de ver en absoluto desagradable, sobre el café de achicoria tirolés, empezó a insultarme de la forma más malvada que uno se pueda imaginar.

W.G. SEBALD, Vértigo, Debate, Madrid, 2001.

HARFORD: Embarazo adolescente

Las leyes que exigen la notificación del aborto a los padres ponen más difícil a las adolescentes —no así a los adultos— abortar, entonces también deberían desalentar las prácticas sexuales de riesgo entre los jóvenes, en relación con los adultos; siempre, claro, que los adolescentes sean realmente racionales. No es difícil darse cuenta de que tales leyes de notificación aumentan el coste de quedar embarazada, al menos para aquellas adolescentes que, si hubiesen podido elegir, habrían interrumpido un embarazo no deseado sin decírselo a sus padres. Si los adolescentes miran hacia el futuro y se dan cuenta de esto, también deberían tomar medidas adicionales para prevenir este tipo de embarazos.

Tim HARFORD, La lógica oculta de la vida, Temas de Hoy, Barcelona, 2008.

HAFFNER: Inflación

Así transcurría la vida familiar de un alto funcionario prusiano: el día 31 o el primero de mes mi padre recibía su sueldo, que representaba todo nuestro sustento; hacía tiempo que los bienes depositados en el banco y los certificados de ahorro habían perdido su validez. Era difícil estimar el valor del dinero percibido, ya que éste fluctuaba de mes a mes; puede que en un momento dado cien millones representasen una suma considerable y que, poco más tarde, quinientos millones fuesen calderilla. En cualquier caso, mi padre trataba de comprar cuanto antes un abono mensual de metro, de forma que al menos el mes siguiente pudiese ir al trabajo y volver a casa, aunque este medio de transporte supusiese un rodeo y una pérdida de tiempo considerables. Después se extendían cheques por valor del alquiler y la cuota del colegio y, por la tarde, todos íbamos a la peluquería. Lo que sobraba se le entregaba a mi madre y al día siguiente toda la familia, incluida la criada y a excepción de mi padre, se levantaba a las cuatro o cinco de la mañana y tomaba un taxi con destino al mercado al por mayor. Allí se organizaba una gran compra y, al cabo de una hora, el sueldo mensual de un alto funcionario administrativo se había gastado en alimentos imperecederos. Cargábamos en un taxi quesos enormes, jamones enteros, patatas en sacos de cincuenta kilos. Si no había espacio suficiente, la criada, acompañada por uno de nosotros, se encargaba de conseguir una carretilla. A eso de las ocho, aún antes de que empezara el colegio, regresábamos a casa con provisiones para resistir aproximadamente un mes. Y aquello era todo. Durante ese mes no había más dinero. Un amable panadero repartía el pan al fiado. Por lo demás vivíamos de patatas, ahumados, latas y sopa en cubitos. En ocasiones llegaba por sorpresa algún pago atrasado, pero era más que probable que durante un mes fuésemos tan pobres como el más pobre de todos los pobres, sin estar siquiera en disposición de pagar un billete sencillo de tranvía ni un periódico. No sé qué habría pasado si nos hubiese sobrevenido cualquier cosa, una enfermedad grave u otra desgracia.

Sebastian HAFFNER, Historia de un alemán, Destino, Barcelona, 2001.

domingo, 8 de enero de 2012

ALLEN: Guerra y paz

Tomé un curso de lectura rápida y fui capaz de leerme Guerra y paz en veinte minutos. Creo que decía algo de Rusia.

HARFORD: Narcotraficantes

El economista Steven Levitt y el sociólogo Sudhir Venkatesh lograron hacerse con la contabilidad de una banda callejera estadounidense. Resulta que los "soldados rasos" a veces sólo ganan tan poco como 1,70 dólares a la hora. Las posibilidades de ascender son buenas, si consideramos la rápida rotación de los miembros dentro de la banda (muy a menudo, unos abandonan; a otros los matan); sin embargo, aun teniendo en cuenta estas posibilidades, el salario promedio es menor de 10 dólares por hora. Esto no es mucho si consideramos que, en un periodo de cuatro años, un miembro típico de una banda criminal tiene la posibilidad de recibir dos disparos, de ser arrestado seis veces y una posibilidad entre cuatro de que le maten.

Tim HARFORD, El economista camuflado, Temas de Hoy, Madrid, 2007.

viernes, 6 de enero de 2012

RODRÍGUEZ JIMÉNEZ: El tercer regalo

Abrió los ojos y, todavía adormilado, miró el reloj y se dio cuenta de que era de día. ¡Y qué día! ¡6 de enero! Se levantó y sí, en el salón estaban los tres regalos. El paquete más pequeño no era mayor que una cajeta de cereales y el más grande parecía contener un mueble zapatero. Fue el primero que abrió: efectivamente, era un mueble zapatero de Ikea que, al menos, estaba montado. Muchas veces había pensado en el desorden con que estaban guardados sus zapatos y, ya se sabe, los Reyes Magos siempre nos traen lo que necesitamos. El segundo paquete no era sino una nueva impresora: la antigua ya no funcionaba. De pronto decidió no abrir el tercer paquete, envuelto en brillante papel de regalo: podía ser cualquier cosa.

martes, 3 de enero de 2012

McCARTHY: Todo se escurrió lentamente

Entonces sí cerró los ojos. Cerró los ojos y giró la cabeza y levantó una mano para repeler lo que no podía ser repelido. Chigurh le disparó a la cara. Todo cuanto Wells había sabido o pensado o amado en su vida se escurrió lentamente por la pared que tenía detrás. El rostro de su madre, su primera comunión, mujeres que había conocido. Los rostros de hombres en el momento de morir arrodillados ante él. El cuerpo de un niño muerto en un barranco junto al camino en otro país. Quedó tumbado en la cama sin media cabeza y con los brazos extendidos y la mano derecha prácticamente desaparecida. Chigurh se levantó y recogió de la alfombra el casquillo vacío y sopló y se lo guardó en el bolsillo y miró el reloj. Faltaba un minuto para el nuevo día.

Cormac McCARTHY, No es país para viejos, Mondadori, Barcelona, 2006.

lunes, 2 de enero de 2012

CAMUS: Le voyageur l'avait un peu mérité

Entre el jergón y la tabla de la cama había encontrado un viejo trozo de periódico amarillento y transparente. Relataba un hecho policial cuyo comienzo faltaba pero que había debido ocurrir en Checoslovaquia. Un hombre había partido de un pueblo checo para hacer fortuna. Al cabo de veinticinco años había regresado rico, con su mujer y un hijo. La madre y una hermana dirigían un hotel en el pueblo natal. Para sorprenderlas, había dejado a la mujer y al hilo en otro establecimiento y había ido a casa de la madre, que no le había reconocido cuando entró. Por broma, se le ocurrió tomar una habitación. Había mostrado el dinero. Durante la noche, la madre y la hermana le habían asesinado a martillazos para robarle y habían arrojado el cuerpo al río. Por la mañana había venido la mujer y sin saberlo, había revelado la identidad del viajero. La madre se había ahorcado. La hermana se había arrojado a un pozo. Debo de haber leído esta historia miles de veces Por un lado era inverosímil; por otro, era natural. De todos modos, me parecía que el viajero lo había merecido en parte y que nunca se debe jugar.

Albert CAMUS, El extranjero, Alianza, Madrid, 2000.

BUKOWSKI: No estoy preparado para escribir una novela

Cuando llegamos no había dormido ni cagado en cinco días y apenas podía caminar. Era pasado el mediodía. De todos modos, me gustaba estar de nuevo andando por las calles.

SE ALQUILAN HABITACIONES. Subí y llamé al timbre. En estos casos, uno siempre coloca la maleta fuera de la vista de la persona que va a abrir la puerta.

—Busco una habitación. ¿Cuánto cuesta?

—Seis dólares y medio a la semana.

—¿Puedo verla?

—Claro.

Entré y subí las escaleras detrás de ella. Tendría unos cuarenta y cinco años, pero su culo se movía graciosamente. He seguido a tantas mujeres de este modo por las escaleras, siempre pensando que si una agradable dama como ésta se ofreciera a cuidar de mí y alimentarme con guisos calientes y sabrosos y limpiarme los calcetines y los calzoncillos, aceptaría al instante.

Abrió la puerta y miré dentro.

—Muy bien —dije—, está muy bien.

—¿Tiene usted algún trabajo?

—Trabajo propio.

—¿Puedo preguntarle qué hace?

—Soy escritor.

—¿Oh, ha escrito usted libros?

—Oh, todavía no estoy preparado para una novela. Sólo escribo artículos, colaboraciones para revistas. No muy buenas, pero me voy ganando la vida.

—Está bien. Le daré la llave y le haré la ficha.

La seguí escaleras abajo. El culo no se movía tan garbosamente bajando las escaleras como subiéndolas. Le miré la nuca y me imaginé besándola detrás de las orejas.

—Yo soy la señora Adams —dijo—. ¿Cómo se llama usted?

—Henry Chinaski.

Charles BUKOWSKI, Factotum, Anagrama, Barcelona, 2000.

domingo, 1 de enero de 2012

DÍAZ: Óscar Wao

Óscar era un introvertido que temblaba de miedo durante la clase de gimnasia y miraba programas de televisión británicos bastante nerdosos como Dr. Who y Blake 7; podía explicar la diferencia entre un combatiente de Veritech y un caminante de Zentraedi, y utilizaba palabrejas como infatigable y ubicuo al hablar con los tipos del barrio que apenas lograrían graduarse de la secundaria. Era uno de esos nerds que usaban la biblioteca como escondite, que adoraban a Tolkien y, más adelante, las novelas de Margaret Weis y de Tracy Hickman (su personaje preferido era, por supuesto, Raistlin), y, durante la década de los ochenta, desarrolló una obsesión con el Fin del Mundo (no existía una película o libro o juego apocalíptico que no hubiera visto o leído o jugado: Wyndham y Christopher y Gamma World eran sus grandes favoritos). ¿Se hacen una idea? Su nerdería adolescente evaporaba la menor oportunidad de un romance. Todos los demás experimentaban el terror y la dicha de sus primeros enamoramientos, sus primeros encuentros, sus primeros besos, mientras que Oscar se sentaba en el fondo del aula, detrás de la pantalla en la que coordinaba los juegos de Dragones y Mazmorras y veía su adolescencia pasar. Del carajo eso de quedarse fuera en la adolescencia, como atrapado en un closet en Venus cuando el sol aparece por primera vez en cien años. De haber sido él como los nerds con quienes yo me crié, a los que no les importaban las hembras, la cosa hubiera sido distinta, pero él seguía siendo el enamorao que se apasionaba con vehemencia. Tenía amores secretos por todo el pueblo, la clase de muchachotas de cabellos rizados que no le hubieran dicho ni pío a un loser como él, pero él no podía dejar de soñar con ellas. Su capacidad para el cariño —esa masa gravitacional de amor, de miedo, de anhelo, de deseo y de lujuria que dirigía a todas y cada una de las muchachas del barrio sin importarle mucho su belleza, edad, o disponibilidad— le partía el corazón todos los días. Y a pesar de que lo consideraba de una fuerza enorme, en realidad era más fantasmal que otra cosa porque ninguna jevita jamás se dio por enterada. De vez en cuando se estremecían o cruzaban los brazos cuando les pasaba cerca, pero eso era todo. Lloraba a menudo por el amor que sentía por una muchacha u otra. Lloraba en el baño, donde nadie podía oírlo.

Junot DÍAZ, La maravillosa vida breve de Óscar Wao, Mondadori, Barcelona, 2008.