Normalmente los dowayos no comen huevos; la idea les resulta algo repulsiva. “¿No sabe de dónde vienen?”, preguntaban. Los huevos no eran para comerlos sino para criar pollos. Así pues, muy amablemente, me traían huevos que habían tenido al sol durante un par de semanas a fin de que satisficiera con ellos mi enfermizo deseo. Comprobar si flotaban no siempre bastaba para identificar los que estaban malos; una vez han rebasado un determinado estado de putrefacción, empiezan a hundirse en el agua igual que los frescos. Mi esperanza de comerme un huevo se vio muchas veces truncada tras ir cascando uno tras otro y oliendo el denso hedor que despedía su interior azul verdoso.
Frente a la imposibilidad de comer productos de la tierra, decidí criar mis propias gallinas. Tampoco este intento tuvo éxito. Algunas las compré y otras me las dieron. Las gallinas dowayas son en general unos animalitos endebles; comérselos es como comerse una reproducción en plástico de un Tiger Moth. No obstante, respondieron a mi tratamiento. Las alimenté con arroz y gachas de avena, cosa que los dowayos, que no les daban nunca de comer, consideraron una enorme extravagancia. Un día empezaron a poner. Yo ya fantaseaba con poder tomar un huevo diario. Mientras estaba sentado en mi choza regocijándome por el festín que me iba a dar, apareció mi ayudante en la puerta con una expresión de orgullo en el rostro: “Patrón -exclamó-, acabo de darme cuenta de que las gallinas estaban poniendo huevos, así que las he matado antes de que perdieran toda la fuerza".
Nigel BARLEY, El antropólogo inocente, Anagrama, Barcelona, 1989.
Frente a la imposibilidad de comer productos de la tierra, decidí criar mis propias gallinas. Tampoco este intento tuvo éxito. Algunas las compré y otras me las dieron. Las gallinas dowayas son en general unos animalitos endebles; comérselos es como comerse una reproducción en plástico de un Tiger Moth. No obstante, respondieron a mi tratamiento. Las alimenté con arroz y gachas de avena, cosa que los dowayos, que no les daban nunca de comer, consideraron una enorme extravagancia. Un día empezaron a poner. Yo ya fantaseaba con poder tomar un huevo diario. Mientras estaba sentado en mi choza regocijándome por el festín que me iba a dar, apareció mi ayudante en la puerta con una expresión de orgullo en el rostro: “Patrón -exclamó-, acabo de darme cuenta de que las gallinas estaban poniendo huevos, así que las he matado antes de que perdieran toda la fuerza".
Nigel BARLEY, El antropólogo inocente, Anagrama, Barcelona, 1989.