La muchedumbre gritaba a uno u otro, como si ellos pudiesen oírles. Unos gritaban el nombre de uno de los marchadores, y otros el de su contrincante, pero lo único que se entendía en el griterío era una cantinela de vamos, vamos, vamos. A mí me vapuleaban como si fuera un saco de patatas. Un tipo que estaba a mi lado se orinó encima o se masturbó bajo los pantalones.
Entonces pasaron justo delante de mí. Uno de los marchadores era un chico alto, fuerte y rubio que llevaba la camisa abierta. Una de las suelas de sus zapatos se había despegado, descosido o lo que fuera, y aleteaba con cada uno de sus pasos. El otro muchacho ni siquiera llevaba zapatos, sólo los pies envueltos en unos calcetines que le cubrían los tobillos, el resto de los calcetines se lo había tragado el asfalto, ¿comprendéis? Tenía los pies morados y podían apreciarse los vasos sanguíneos reventados bajo la piel. No creo que fuera consciente de ello desde hacía horas. Quizá después pudieran hacer algo para recuperarlos en algún hospital, no lo sé. Quizá...
Perdió el tipo grande y rubio. Lo vi todo. Acababan de pasar delante de mí y estaban apenas a unos metros. El chico levantó ambos brazos al aire, como si fuera Superman, pero en lugar de echar a volar cayó de bruces y le dieron el pasaporte al cabo de treinta segundos, porque ya llevaba tres avisos. Los dos tenían tres avisos.
A continuación la gente se puso a aplaudir y dar vítores. Gritaban y gritaban, y entonces el chico que había ganado abrió la boca e intentó decir algo, así que enmudecieron unos instantes. El chico había caído de rodillas, como si fuera a rezar, pero sólo estaba llorando. Se arrastró hasta el otro muchacho y hundió el rostro en el pecho del muerto. Empezó a decirle algo, pero no pudimos oírle. Hablaba con el rostro hundido en la camisa del chico rubio. Se dirigía al muerto. Entonces los soldados acudieron y le dijeron que había ganado el premio.
Stephen KING, La larga marcha, Plaza y Janés, Barcelona, 1998.
Entonces pasaron justo delante de mí. Uno de los marchadores era un chico alto, fuerte y rubio que llevaba la camisa abierta. Una de las suelas de sus zapatos se había despegado, descosido o lo que fuera, y aleteaba con cada uno de sus pasos. El otro muchacho ni siquiera llevaba zapatos, sólo los pies envueltos en unos calcetines que le cubrían los tobillos, el resto de los calcetines se lo había tragado el asfalto, ¿comprendéis? Tenía los pies morados y podían apreciarse los vasos sanguíneos reventados bajo la piel. No creo que fuera consciente de ello desde hacía horas. Quizá después pudieran hacer algo para recuperarlos en algún hospital, no lo sé. Quizá...
Perdió el tipo grande y rubio. Lo vi todo. Acababan de pasar delante de mí y estaban apenas a unos metros. El chico levantó ambos brazos al aire, como si fuera Superman, pero en lugar de echar a volar cayó de bruces y le dieron el pasaporte al cabo de treinta segundos, porque ya llevaba tres avisos. Los dos tenían tres avisos.
A continuación la gente se puso a aplaudir y dar vítores. Gritaban y gritaban, y entonces el chico que había ganado abrió la boca e intentó decir algo, así que enmudecieron unos instantes. El chico había caído de rodillas, como si fuera a rezar, pero sólo estaba llorando. Se arrastró hasta el otro muchacho y hundió el rostro en el pecho del muerto. Empezó a decirle algo, pero no pudimos oírle. Hablaba con el rostro hundido en la camisa del chico rubio. Se dirigía al muerto. Entonces los soldados acudieron y le dijeron que había ganado el premio.
Stephen KING, La larga marcha, Plaza y Janés, Barcelona, 1998.