Escipión se quedó mirando al personaje, a quien al parecer nadie prestaba atención. Vestía un sayo corto con mangas abrochado a un lado, tahalí cruzado, que habitualmente debía de sostener alguna espada ahora ausente, y una especie de clámide hispana echada hacia atrás. Piernas de soldado y manos de jinete. En sus treinta, tez morena y pelo negro corto al gusto romano pero más desgreñado, nariz fina y recta, iris castaños y pupilas desahogadas. Un rasgo le granjeó una amable y casi inmediata predisposición hacia aquel hombre, algo harto peculiar en un hispano: tenía la barba afeitada, como era costumbre romana desde que se lo copiaran a los sicilianos hacía ya más de ochenta años. Escipión era de los poquísimos que se afeitaban a diario y le placía ver la misma pulcritud en los demás. Aparte de un par de muñequeras de cuero y un anillo de hierro, como el que solían utilizar sus conciudadanos libres, el visitante carecía de más adornos, brazaletes o collares, en su lugar, tímidas cicatrices en antebrazos y pecho que asomaban por un tupido bello. No lo reconocía como uno de los caudillos, ni por su aspecto se diría que era hispánico, si bien parecía escoltar al jefe oretano.
Jesús CALZADO DÍAZ, El mercenario oretano, De librum tremens, Madrid, 2010.
Jesús CALZADO DÍAZ, El mercenario oretano, De librum tremens, Madrid, 2010.