Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

martes, 16 de agosto de 2011

MROŻEK: El muñeco de nieve

Hicieron rodar nieve hasta obtener una bola muy grande: eso era la barriga. Luego, otra más pequeña: era el pecho y los hombros. Por fin formaron otra aún más pequeña: la cabeza. Con unos tizos de carbón fingieron los botones del hombre de nieve, de tal modo que estuviera abrochado desde arriba hasta abajo, y le colocaron una zanahoria por nariz. En fin, un muñeco de nieve normal y corriente, como cualquiera de los que cada invierno hacen los niños a millares por todo el país, si es que las nevadas lo permiten. A los niños les hizo ilusión y estaban felices.
Varias personas que pasaron por allí ojearon al hombre de nieve y luego siguieron su camino, y la administración pública siguió administrando como si tal cosa.
El padre se alegró de que sus hijos retozaran al aire libre, de que se les pusieran encarnados los cachetes y de que luego volvieran con hambre a casa.
Pero a la noche, cuando todos estaban ya recogidos, alguien llamó a la puerta. Era el vendedor de prensa que tenía su quiosco en la plaza del mercado. Se excusó por venir tan tarde a dar la lata, pero dijo que consideraba un deber hablar cuatro palabras sinceras con el padre. Claro que los niños eran todavía muy chicos, admitió. Pero ya había que andar con cuidado con ellos, o de lo contrario no acabarían bien. Sólo por eso había venido, por otra cosa no lo hubiera hecho; lo único que le importaba era el bien de todos los niños, dijo; la educación infantil era una cosa que le preocupaba mucho. Y detalló que el motivo concreto de su visita era la nariz de zanahorias que estos niños le habían puesto al hombre de nieve; era una nariz colorada, y él, el vendedor, también tenía la nariz de ese color, y no porque bebiera más aguardiente de la cuenta, sino porque una vez se le heló. Una desgracia, no algo como para burlarse de él a la vista de todo el mundo. Aclaró por fin que había ido a pedir que no volviera a ocurrir, claro que, como ya había dicho antes, sólo en bien de su educación.
Tales observaciones impresionaron al padre bastante. Como es natural, los niños no deben meterse con nadie, por colorada que tenga la nariz y por mucho que eso les llame la atención. De modo que reunió a los chicos y, poniéndose serio, les dijo señalando al hombre del quiosco:
—¿De verdad que le habéis puesto esa nariz al muñeco para burlaros de este señor?
Los niños se asombraron sinceramente y, de momento, no entendieron de qué les estaban hablando. Cuando por fin cayeron en la cuenta, aseguraron muy formalmente que jamás les había pasado eso por la cabeza. Pero, por si las moscas, el padre los castigó y los dejó sin cenar.
El vendedor de prensa le dio las gracias y se fue. Al llegar a la puerta del piso, se cruzó con el presidente del Sindicato Comunal, quien saludó en seguida al dueño de la casa, satisfechísimo de recibir bajo su techo a tan importante personaje. Mas cuando el señor presidente vio a los niños, frunció el ceño y dijo malhumoradamente:
—Caramba, me alegra ver a estos pillastres. Tendrían ustedes que atarlos más cortos, ¡tan chicos y ya tan descarados! ¿Pues no miro hoy a la plaza por una ventana de nuestras oficinas y veo...? Pues estaban haciendo tranquilamente un hombre de nieve.
—Ah, sí, la nariz y el ven... —le interrumpió el padre.
—¡A mí qué me importa la nariz! Figúrese: primero hacen una bola, luego otra y luego una tercera. Ponen la segunda encima de la primera, y la tercera encima de la segunda. ¿No es para indignarse?
Como el padre no entendía qué quería decir, el señor presidente se enfadó todavía más.
—¡Pero si está clarísimo! Quieren dar a entender que en nuestro Sindicato Comunal se sienta un ladrón encima de otro. ¡Y eso es una calumnia! Hasta cuando se pretende publicar en los periódicos una cosa así, hay que presentar pruebas, y no digamos ya si se toca el asunto públicamente, nada menos que en la plaza del mercado.
Agregó, sin embargo, que, dadas la poca edad y la inexperiencia de los niños, estaba dispuesto esa vez a dejarlo pasar; no iba a exigir explicaciones. Pero, eso sí, la cosa no podía repetirse.

Andrzej NOWAK (ed.), Pequeña Polonia, El Olivo, Jaén, 2011.