Aquel que vive solo y, sin embargo, desea en algún momento unirse a alguien; aquel que en consideración a los cambios del día, del clima, de sus negocios y de otras cosas semejantes, anhela ver, sin más, un brazo cualquiera en el que poder apoyarse, esa persona no podrá seguir mucho tiempo sin una ventana que dé a la calle. Y le ocurre que no busca nada, sólo aparece ante el alféizar de la ventana como un hombre cansado, abriendo y cerrando los ojos entre la gente y el cielo, y tampoco quiere nada, e inclina la cabeza ligeramente hacia atrás; así le arrastran hacia abajo los caballos con el séquito formado por el coche y el ruido hasta que, finalmente, alcanza la armonía humana.
Franz KAFKA, La condena, Alianza, Madrid, 1998.