Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

viernes, 23 de diciembre de 2011

HASSEL: Ceder a la tensión

Un día Von Barring penetró en mi chabola, durante su gira de inspeción. Permaneció inmóvil un momento, mirando a su alrededor con aire ausente. Después dijo:

-¡Estoy harto y más que harto!

Y salió como un demente.

Me apresuré a correr en pos de él. Había cogido cohetes de todos los colores y los tiraba al buen tuntún, de manera que nuestros artilleros debían nadar en un mar de confusiones. Hubo que dominarle, atarle y entrarle en la chabola. Gritaba continuamente, con voz ronca, vacilante, mirando fijamente ante sí, con los ojos desorbitados por el miedo; un miedo que sólo él experimentaba, pero cuya magnitud los demás podíamos adivinar fácilmente.

-¡A sus órdenes, Majestad. ¡Majestad Hitler, ja, ja, ja! El Obersleutnant Von Barring, del Regimiento de la Muerte, presente para el servicio del Infierno! ¡El asesino Von Barring se presenta, Majestad! ¡Majestad Hitler, ja, ja, ja, ja, ja!

Me hundí los pulgares en los oídos para no escuchar su risa. Pero cuando vi que estaba a punto de provocar un pánico general entre los ocupantes de la chabola, que le observaban fascinados, hice acopio de valor y le dejé sin sentido.

Ya sólo quedábamos dos. Hinka y yo. Von Barring, tan joven y bondadoso, que antaño nos había protegido contra Meier, el cerdo, acababa de ceder a la tensión, a la presión permanentes.

Algún tiempo después, durante un breve viaje por necesidades de servicio, Hinka y yo nos detuvimos en Giessen, para llegarnos hasta el hospital psiquiátrico del Ejército, adonde había sido transferido Von Barring.

Atado a su cama, sonreía estúpidamente y no nos reconoció. La saliva le resbalaba por la barbilla, e incluso para nosotros, sus amigos, el espectáculo era repugnante. Esta visita nos trastornó tanto que, de regreso en nuestro tren, permanecimos mucho, mucho rato sin atrevernos a abrir la boca. Finalmente, Hinka emitió una risa nerviosa -no: una risa desesperada-, y declaró:

-No estamos tan encanecidos como queríamos creer, ¿verdad, Sven?

Suspiré.

-No. Era horrible.

-Si alguna vez nos ocurriera una cosa así, a nosotros, ¿no deberíamos prometernos mutuamente que el que quedara adoptaría la decisión más adecuada?

Sellamos el pacto con un enérgico apretón de manos.

Sven HASSEL, La legión de los condenados, Plaza y Janés, Barcelona, 1968.