Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

martes, 6 de diciembre de 2011

RODRÍGUEZ JIMÉNEZ: La tarta de queso

“I hate people who are not serious about their meals.”
Ambrose Bierce


¿Te lo habíamos advertido?, le dicen a Prudencio, que examina aterrado la enorme, la monstruosa tarta de queso que el camarero acaba de traer. Esto no me lo puedo comer, indica, mientras se toca, por debajo de la mesa la barriga, que ha comenzado a dolerle. Sus compañeros le miran condescendientemente. Tienes que comértela. Ya te lo dijimos, hay que comérselo todo. Y de nuevo le señalan el letrero de la pared, el que advierte de lo que puede sucederle a cualquiera que se deje algo en el plato. Lo que al principio le había parecido a Prudencio una estúpida broma, una chanza, se muestra ahora como una grave amenaza. Los chistes y bromas que han intercambiado durante la comida ya terminaron. Prudencio mira la gigantesca tarta de queso. ¿Me podéis ayudar? No, nada de eso.

Coge la cuchara y comienza a atacar la tarta. No es nada fácil. Ha tomado berenjena de primer plato, una grandiosa berenjena rellena de La Mezquita, y codillo de segundo, un codillo inmenso, casi infinito. De bebida, dos cervezas y un vaso de vino. Hace tiempo que ha decidido que esta noche no descongelará la pizza que tenía preparada para el partido.

¡No puedo más!, exclama. ¿Todo va bien?, pregunta el maître, súbitamente aparecido detrás de los comensales. Sí, sí. El huraño maître, poco convencido, se queda observando la tarta de Prudencio, apenas tocada. ¿Le pasa algo? Sus compañeros le hacen señas para que sea prudente, para que guarde silencio. No, no. Está muy buena. Sólo que voy con calma.

El adusto maître desaparece. Manolo, que ha devorado sus profiteroles, todavía admite algo más de comida. Está por pedirle a Prudencio un trozo de tarta de queso; finalmente desecha la idea como inadecuada, impropia: el maître, sin duda, está vigilando. Finalmente piensa que Prudencio se lo ha buscado por pedir una tarta de queso.

¿Te queda mucho?, pregunta el subdirector, que no deja de mirar la pantalla del móvil.

Prudencio toma una cucharada más; espera a tragar y limpiarse la boca con la servilleta para responder.

No, no, está bien, musita al fin.

Paco indica que se está haciendo tarde: llevan más de una hora en el restaurante. ¿Pedimos la cuenta? La lluvia parece que ha remitido: una buena oportunidad para regresar. Seguro que el director, que como siempre ha comido en el Cervantes, estará por llegar a la oficina; no deben hacerle esperar.

Prudencio sigue con la enorme tarta. Ya casi ha devorado la mitad. ¿Queda agua? Alguien, compasivo, le llena el vaso. Prudencio se echa un corto trago, que acompaña con otra cucharadita de tarta. Esto no tiene fin, dice, tratando de bromear. Siente que todos están pendientes de él.

Paco es el primero en arrojar un billete de diez euros sobre la mesa. Me voy, anuncia. Es la señal para que comiencen a aparecer otros billetes, la complicación semanal de encontrar cambio para los que traen un billete de veinte, los problemas con los que sacan uno de cincuenta.

Pronto sólo quedan en la mesa Prudencio y Manolo; éste ha pedido tarta de chocolate y se ha demorado más de lo prudente, distraído por una interminable llamada. Al otro lado del salón, una pareja mayor termina un silencioso café.

No puedo más, dice Prudencio. Queda poco, menos de la mitad de la tarta, pero siente que el estómago le va a explotar. No, tampoco va a comer nada mañana.
El hosco maître aparece de nuevo, el ceño fruncido. ¿No consiguen acabar?
Sí, sí, replica Manolo, que devora rápidamente los últimos restos de su tarta.

¿Cómo estaba?

Buenísima, responde Manolo que, agitado, saca dos arrugados billetes de cinco euros y los lanza sobre la mesa. Tengo que irme, anuncia a Prudencio.

Espérame, realmente me queda poco.

No, tengo que irme, repite Manolo, que se coloca la cazadora, coge el paraguas y abandona con celeridad el salón. Afuera, otra vez ha comenzado la lluvia. Las gotas se estrellan con fuerza contra la cristalera, produciendo un chasquido ominoso.
Los dos viejos se levantan y, con parsimonia, se ponen una gabardina, él, una chaqueta con el cuello forrado de piel, ella.

Adiós, a pasarlo bien, le dicen a Prudencio, con esa buena educación que ya sólo conservan las personas de otra época. Está por pedirles que no se fueran, que le esperaran.

Prudencio, desalentado, contempla la mesa, los billetes dejados un poco al azar, las botellas vacías, las servilletas arrugadas que adoptan formas imposibles, los vasos de agua vacíos. Fuera, aquella lluvia tenaz y enervante.

Se levanta para coger al otro lado de la mesa, donde ha estado sentada Luisa, la última botella que quedaba con un poco agua. Mira el pintalabios marcado en el borde del vaso. Durante un instante se le pasa por la cabeza utilizar aquel vaso, pero rápidamente desecha la idea. Se sienta en su propio sitio y llena su vaso. Toma otro poco de tarta, y lo acompaña de un trago.

De pronto saca la cartera. Tiene un billete de veinte, que intercambia por dos de cinco. No hay rastro del adusto maître. Durante un instante piensa que podrá escapar. Se levanta y coge la cazadora de la percha.

¿Ya ha terminado?, le pregunta el maître. Ha aparecido delante de Prudencio.
No, sólo… estaba buscando… un… el móvil.

¿Está buena la tarta?

Sí, deliciosa. Hay que felicitar al cocinero. Prudencio duda antes de continuar hablando. Quizá un poco… grande.

El maître le mira de una forma extraña.

Bueno, es que… todos los platos. Excelentes, pero… mucha cantidad. Aquellos temibles ojos grises están clavados en Prudencio.

Hay que comérselo todo, recalca el maître.

Sí, sí. Ya sé.

Prudencio, derrotado, deja la cazadora en la silla donde ha estado sentado Ismael y vuelve a atacar la infinita tarta de queso. Después de todo, pensó, se la comería. Nota la barriga llena, como si le fuera a explotar; hace tiempo que se había desabrochado el botón de los tejanos.

¿Le falta algo?, le pregunta uno de los camareros, que ha comenzado a recoger las tazas, los vasos, a retirar las botellas vacías. El mantel, con las manchas de la comida, las migajas de pan, tiene un aspecto mezquino, sucio, sórdido.

Prudencio calcula que le quedaban menos de dos cucharaditas. Se mete una en la boca. Pero la garganta se niega a dejar pasar nada más. Tomó un vaso de agua y finalmente consigue tragar.

El ceñudo maître se ha situado delante de él. Con gestos enérgicos le va indicando al camarero cómo retirar la mesa. De vez en cuando mira a Prudencio, pero ya no le dice nada; es como un verdugo que espera paciente la última oración del condenado. Prudencio se da cuenta de que hay algo perverso en aquel maître. Se mete otra cucharada de tarta, y se fuerza a tragarla. Pero comprende que nada que haga puede salvarle ya. Nada.

Aparta el plato y apoya las manos sobre la mesa, esperando que todo acabe pronto.

El camarero recoge los billetes de la mesa, los cuenta lentamente. El maître le indica que salga. Ahora sólo permanecen en el salón los dos, Prudencio y el maître.

Julián RODRÍGUEZ JIMÉNEZ, El albergue y otros cuentos, Editoral Almotacén, Córdoba, 2009.