“Se metieron por los montes que no tuve lugar de les hacer daño ninguno, más de quemarles sus maizales. Y luego les hice mensajeros a los señores, diciéndoles que viniesen a dar la obediencia a sus majestades, y a mí en su nombre, y si no que les haría mucho daño.” Pedro de Alvarado, 1524.
Se han adentrado en el bosque de encinas, bajo cuyas sombrías copas se sienten más seguros. Los pocos hombres que escaparon de la batalla, que han sobrevivido a la guerra interminable, marchan en la retaguardia, prestos a defender a los fugitivos de cualquier ataque. Los ancianos, desfallecidos, caminan delante, junto a las mujeres. Son éstas las que cargan los fardos. Pesados, gigantescos. Ropa, comida, joyas de plata, la estatuilla de bronce con la que obsequiarán al dios. Hubieran querido ayudarse de los caballos, de los bueyes, pero Botilkos lo prohibió; dijo en la asamblea que sólo había que llevar lo que pudieran cargar sobre sus hombros, que las bestias, más que una ayuda en la fuga, la acabarían retardando. Él mismo ha tenido que separarse de su alazán favorito, cuyos hermanos sirvieron bien a Hamelqart y a Athrubaal. Los caballos, orgullo de la ciudad durante diez generaciones, han quedado abandonados en las cuadras; también han renunciado a los tesoros, a los silos repletos de grano, a la plata extraída con tanto esfuerzo de las minas. Los romanos podrán ahora tomar lo que quieran o destruirlo o, como se rumorea, premiar a los renegados que han traído la derrota, que traicionaron a Maqon en la última batalla.
Todos confían en Botilkos, pues su familia siempre ha formado parte del senado de la ciudad. Su padre luchó contra los de Kart Hadtha y, después, cuando la suerte se torció, supo encontrar la forma de aliarse con ellos. Botilkos militó en el ejército cartaginés, y, aunque no marchó con el general tuerto, con Hennubaal, el hijo de Hamelqart, movió a muchos jóvenes, incluso a su hermano, les movió a que se alistaran en el ejército púnico bajo la promesa de fabulosas recompensas. Hace mucho tiempo que todos comprendieron que aquellos jóvenes nunca regresarán, que han muerto en una tierra lejana. Sus cuerpos quedaron abandonados en el campo de batalla; nadie les ha rezado una oración fúnebre.
En el senado, Botilkos ha sugerido aceptar la oferta de alianza de los romanos, no enviar las tropas que con apremio reclama Maqon. No atienden a sus palabras; ¿acaso no acabarán los púnicos por imponerse? Quizá por eso, porque lamentan aquella decisión, cuando llega la triste derrota, sí que le escuchan: deciden abandonar la ciudad siguiendo sus consejos. Abandonarla quizá para siempre. Para siempre. Bartar, Eikebor y otros proponen enviar emisarios al romano, pedirle clemencia; Botilkos dice que Roma no olvidará que ellos le han combatido en la última batalla.
Cuando se reúne la asamblea, Botilkos es el portavoz del senado. Explica lo que ha sido decidido. Diez generaciones atrás, si las historias que cuentan los ancianos no mienten, sus antepasados llegaron a aquellas tierras desde más allá de los montes: ahora, buscarán otro lugar donde plantar el árbol sagrado y donde edificar una nueva ciudad. No se puede hacer otra cosa.
La asamblea ha escuchado en silencio las palabras de Botilkos. Ahora pueden hablar todos los que así lo quieran. Se levantan varios brazos. Neseltuko, Biurno, algunos más. Botilkos, taciturno, les da la palabra. Biurno dice que las familias encontrarán refugio entre sus parientes, en alguna de las ciudades neutrales o en aquellas que ya se han pasado a Roma. Botilkos le interrumpe. El senado le ha investido de plenos poderes y no ha convocado la asamblea para comenzar nuevas discusiones. La propuesta de Neseltuko de quemar la ciudad ni siquiera es considerada; Botilkos defiende con vehemencia lo contrario. Hay que refugiarse en el monte. Y esperar. Quizá, los romanos queden satisfechos destruyendo las casas y saqueando las tumbas y santuarios. Mientras los romanos despojan la ciudad, señala, ellos podrán adentrarse en la montaña, ocultarse cerca del santuario. Otros más hablan en la asamblea, pues en la asamblea todos los hombres tienen derecho a hablar. Alguien asegura que los romanos entregarán su ciudad a los traidores edetanos que les han ayudado en la batalla.
Botilkos da las órdenes para la partida. Hace colocar los estandartes en las rojas murallas, como si fueran a defenderlas, y apremia a todos. Y cuando los vigías avistan a los exploradores romanos en la otra orilla del río, ordena abandonar con rapidez la ciudad. Sólo han pasado diez días desde la batalla que Maqon perdió por su torpeza.
La fortuna sin duda, o alguna traición, permite que los romanos hallen el vado y que crucen el río. De otro modo, habrían tenido que traer barcas o construirlas, pues la balsa que utilizan los de la ciudad fue hundida al conocerse la terrible derrota de los de Kart Hadtha.
Cuando ven al enemigo cruzar por el vado, nadie habla todavía de traición, pero por muchas cabezas pasa la idea de que todas aquellas desgracias no son casuales. Botilkos asegura que los romanos son guiados por un desertor de Kastilo. Los oretanos también traicionaron, pues, a Maqon. Los de Kastilo conocen el río tan bien como ellos.
Han abandonado la ciudad a media mañana. Algunos lanzaron una mirada postrera a las rojas murallas, que en unos días, quizá, habrán sido derruidas; ya no tendrán que guardar sino ruinas. Han caminado sin detenerse hasta que el sol desaparece por las copas de los árboles. Los viejos están agotados; algunos se arrepienten ahora no haberse quedado en la ciudad, aunque no tanto como lo lamentarán más adelante. Marchan sin descanso hasta que ya sólo quedan sombras. Botilkos ordena, por fin, detenerse. Pernoctaremos aquí, dice.
Botilkos conferencia con los pocos miembros del senado que escaparon de la batalla. Pasarán allí la noche. Al amanecer continuarán, hasta adentrarse en los montes. Con un poco de suerte, evitarán a las patrullas romanas y llegarán al santuario. Allí, ocultos, esperarán a que los cartagineses envíen un nuevo ejército. Esperarán. Quizá el nuevo general púnico sea más capaz que Maqon.
Botilkos pide que no enciendan ningún fuego, pues el humo puede alertar a los exploradores del enemigo. Nadie protesta, aunque la noche de primavera es tan fría como caluroso ha sido el día y todos se sienten cansados. Mordisquean un mendrugo de pan y piensan en su ciudad. Ahora, en sus casas dormirá un romano o un sucio edetano. Ya no tendrán que preocuparse de arreglar el tejado para el invierno ni de que el perro del vecino aúlle en la calle por la noche. Sus casas, el templo, las tumbas de sus antepasados, pronto serán ruinas. Sus campos se llenarán de malas hierbas. En una generación, los chaparros volverán a crecer en las fértiles lomas. Y alguien verá los edificios derruidos en la cima de la colina y se preguntará quién vivía allí. Ahora sí, sienten de verdad que la desgracia ha caído sobre ellos, que el dios no ha escuchado sus rogativas, que les ha dado la espalda, aunque sospechan que le han dado un motivo.
Están cansados, pero no pueden dormir. Los fugitivos están inquietos. Un rumor alcanza a todos: Bartar y toda su familia se han unido a los romanos. Bartar el traidor. Sí, al final todo se debió a una traición. A la traición de Bartar. Y eso que fue él quien en el senado había discutido con Botilkos cuando éste propuso romper la alianza con los cartagineses. ¡Bartar y su familia se han unido a los romanos! Hilerno, que ha sido su criado durante largos años, dice a quien quiera oírle que Bartar tiene parientes en Iliberi, que se ha refugiado entre sus parientes. Pero nadie escucha a Hilerno. Necesitan a un traidor, alguien a quien culpar de todas las desgracias.
La noche ha sido larga y pocos han podido conciliar el sueño, sólo los niños, pues sus madres les han dicho que se dirigen, como otras veces, al santuario, a honrar al dios. Al amanecer, los fugitivos esperan a que Botilkos dé la orden de marcha, pero Botilkos no aparece, nadie lo ha visto desde que llegaron allí.
Los soldados romanos surgen entre los árboles. No se sobresaltan los fugitivos: el enemigo se ha acercado tan cautelosamente. Para muchos, para la mayoría, para todas las mujeres y para los ancianos, aquellos son los primeros soldados romanos que ven. Así que estos son los que han vencido a los invencibles púnicos.
Y entonces se dan cuenta de que Botilkos camina junto a los enemigos, que habla con ellos.
Uno de los romanos vocifera, grita algo en su idioma. El centurión ordena que se acerquen los ancianos, traduce Botilkos, que parece entender la jerigonza extranjera. Están demasiado sorprendidos para obedecer, por lo que Botilkos tiene que volver a gritar la orden. Los ancianos, cuando comprenden lo que va a suceder, no protestan, no dicen nada. Pasaron su juventud luchando en muchas batallas, y siempre han envidiado a los que murieron entonces. Han aceptado su destino, quizá urdido por el dios desde el principio de los tiempos. Los soldados romanos les abren el vientre con su ancha espada; por allí se les escapan las entrañas y la vida. Los viejos caen y mueren en silencio. Sólo algunos niños lloran, los que todavía no saben que no hay que llorar. Pronto serán entregados al mercader de esclavos. Como sus madres.
Algunas mujeres lanzan terribles maldiciones contra Botilkos. Ahora está claro que les estaba llevando hasta su perdición. ¿Por qué?, se preguntan. La mayoría, empero, piensa que ha sucedido lo que tenía que suceder. Si no hubiera sido Botilkos, cualquier otro hubiera sido el traidor. El dios había decidido mucho tiempo atrás que todo aquello pasara y nada se puede hacer contra sus designios.
De pronto, todos lo ven, el oficial romano entrega su puñal a Botilkos. Uno a uno, el príncipe Botilkos degüella a los que agonizan en el suelo. Ni siquiera vacila cuando se acerca a su tío, el hermano de su madre. Antes de degollarle, le susurra al oído unas palabras. Quizá le explica por qué lo ha hecho. Lo último que escucha el anciano son las palabras de un traidor, las palabras de Botilkos.
Francisco HERVÁS, El lagarto y otros cuentos de Auringis y de Yayyan, Editoral Almotacén, Córdoba, 2011.