Siempre aparecía la palabra obscena. Siempre aquel feo sonido que los hombres de uniforme han convertido en la única base lingüística. Servía de asidero, de guión, de hipérbole, fuera verbo, nombre, modificador, sí, incluso conjunción. Describía la comida, la fatiga, la metafísica. Valía para todo y no significaba nada; siendo una palabra insultante, no se usaba nunca como insulto; siendo burdamente descriptiva del acto sexual, nunca se usaba para describirlo; siendo vil, describía lo mejor; siendo fea, modificaba la belleza; era el nombre y la nomenclatura de la voz del vacío, pero la pronunciaban los capellanes y los capitanes, los suboficiales y el cuerpo médico. Hasta que, finalmente, sólo podías deducir que si alguien que no conociera el idioma oyera nuestras conversaciones, demostraría, como si fuera una tesis, que por el grado e incidencia numérica, esta palabrita debía de ser aquello por lo que luchábamos.
Robert LECKIE, Mi casco por almohada, Marlow, Barcelona, 2011.
Robert LECKIE, Mi casco por almohada, Marlow, Barcelona, 2011.